martes, 1 de febrero de 2011

LA INFANCIA

La infancia aparece en la madurez, cuando los semáforos se convierten en espejos, cuando los cajones se abren para leer las cartas, las fotografías, para calentar el frío de nuestro lado vagabundo. La infancia es un parque de cariño. Es una voz febril, que escapa de la jaula de los buzones por donde las palabras gimen con la zapatilla en la mano. Zarandeos de tierra en los patios del colegio, la primera muerte de un abuelo, la clase de matemáticas y el tímpano roto por el color blanco cuando la muerte cuaja bajo los párpados del sueño. Se vuelve a la infancia como se va hacia la muerte. Es el suicidio amniótico. Es lo anterior. Se vuelve al pasado para soportar el presente. En el sosiego nada está en calma. Se mira por el agujero de encontrar las cosas, se toca, pero nada. Luego, alguien nos lanza hacia adelante, nos manda una colleja, córtate el pelo, no vengas tarde, escribe y llama cuando llegues. La infancia vuelve cuando se ha quemado la basura del contrato. Cuando las vaginas se abren de par en par, cuando los pechos se descubren los pezones como teteras y se vuelven mollas de carne, y una pesadilla de axilas pide auxilio a los coágulos. El puzzle desubicado de los objetos clama al orden de las madres. Cuando todo lo que hacía falta era correr hacia la compañía del balonazo. La niñez es el tiempo de la legaña, la prisa y el jaleo. Un día aparece en el cajón de los calcetines, en la cara de Ella y en los objetos del nunca donde jugabas a la interjección sin saber qué era qué pero jugabas. Uno vuelve a los mocos mientras puede porque sabe que las mangas están llenas de paraísos fiscales. Regresamos al niño, a los niños, cuando pedimos auxilio a la sonrisa. Ahora que sabemos (otro axioma deshecho) que se sonríe por los ojos.

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