sábado, 27 de julio de 2024

LA BIBLIOTECA


La moñada de que “el paraíso sería algún tipo de biblioteca” lo dijo Borges que era, claro, un poco moña. Umberto Eco que tenía una biblioteca paradisiaca se mofó de Jorge Luis en su novela El nombre de la rosa y le puso Jorge de Burgos al monje anciano y ciego causante de las muertes de la abadía. Bien por Eco. La biblioteca, en el mejor de los casos, suele ser un lugar donde se cuentan cuentos a los niños, sin permiso de León Felipe. Lo normal es que acudan mujeronas a leer a la Almudena Grandes del momento o jubilados a buscar un oído amable -normalmente el bibliotecario-, al que arrojar su aburrimiento. Las bibliotecas son letrinas de socorro, paraguas de urgencia y lugar del tedio veraniego de los pueblos sin piscina. A mí me llevaba mi madre porque los cazurros del villorrio no se hablaban con los forasteros si no pasabas la cuarentena del parentesco. A veces ni con esas. Lo bueno de las bibliotecas es hacerlas. Comprar si se puede, robar si no se puede y husmear en cualquier mostrador donde haiga un libro porque en ocasiones salta la liebre. Al libro se acude como quien va de pesca y si la cosa se envalentona parece ya tema cinegético. Se espera a que aparezca el título porque se ha olido la raza de la editorial. Internet acaba con todo, pero no se puede vencer el romanticismo del robo y el antojo por exhibición. A veces, te llevas un libro que no leerás nunca, solo porque estaba allí y te entró la portada, el autógrafo o el precio. También te puedes aplicar a lo Abbie Hoffman, ese ácrata que se colmó de gloria al escribir Roba este libro. La biblioteca es ancha y diversa. Es un corcho de coleópteros kafkianos, la filatelia del conocimiento y el desván de las manías. Ángel Esteban escribió El escritor en su paraíso. A mí me lo vendió su editor Julián Rodríguez cuando feriaba por Madrid. No se acordó de que le había presentado dos veces, y menos mal. Esteban recorre la figura de treinta escritores que fueron bibliotecarios en algún momento de su ruina: Reinaldo Arenas, Benito Arias Montano, Georges Bataille, Jorge Luis Borges, Robert Burton, Lewis Carroll, Giacomo Casanova, Rubén Darío, Leandro Fernández de Moratín, Gloria Fuertes (¡oé!), Bartolomé José Gallardo, Goethe, los hermanos Grimm, Paul Groussac, Martín Luis Guzmán, Eugenio Hartzenbusch, Hölderlin, Stephen King, Menéndez Pelayo, El hombre sin atributos (Robert Musil), Juan Carlos Onetti, Eugenio D´ors, Ricardo Palma, Georges Perec, Perrault, Proust, Solzhenitsyn, Strindberg, José Vasconcelos y Mario Vargas Llosa, que además prologa la cosa. Lo bueno de escribir sobre muchos es que puedes escribir poco que es lo que pasa aquí. Onetti mil novecientos la hostia, uruguayo que se fumó la vida bebiendo en una cama, punto. Fue bibliotecario. Siguiente. Y así. Uno también ejerce la biblioteca, sacha el libro, lo busca y lo atesora. «Cuando no trabajo: libro» (es un chiste de bibliotecarios que decía mucho cuando hacía de Bruce Willis). Bibliotecar me parece un pasatiempo aburrido. No viste nada. Por eso le agradezco a Perpetua que aguante el tipo maternalmente y hasta me señale algún Umbral que se me pasa. A mí también me aburre un poco, pero a veces no te queda más remedio que pasear por el Moyano de la ciudad por donde andes. Es un poco lo que dice Juan Carlos Usó, el bibliotecario lisérgico, «nos drogamos para estar bien y si estamos bien para estar mejor». Pues algo así pasa con la droga del libro. Augusto Monterroso decía que «los buenos libros están en las malas bibliotecas». Quería decir que las colecciones de libros hechas con pocas novedades, solían estar formadas por clásicos que son «los buenos libros». Como frase suena. Lo que pasa es que al final acabas de Ovidio hasta el Homero. Hay que actualizar repeticiones porque luego llegan las navidades y no sabemos que regalarle al viejo. Por eso Ivan Illich nos advirtió que la imprenta había desarrollado la venta, pero reducido el aprendizaje o algo así. Un poco lo que ha pasado con Internet, pero en el siglo XV (lo que decía de las repeticiones). La herramienta no ejerce y la posibilidad nos basta. Jünger -que tenía una bibliofilia muy seria-, decía parecido de la bomba atómica. Umbral escribió que se comienza como escritor, pero se acaba de bibliotecario. Yo he hecho un poco a la inversa o cuando menos en paralelo. Lo que está claro es que todo el que escribe va dejando huellas de libros. Se sabe dónde hay un escritor por las migas que desprende su silencio. Se va convirtiendo en el disidente, en el emboscado que dice Jünger (es que lo tengo en la mesa). Se da uno cuenta que no encaja en ningún sitio y la biblioteca se le amolda como si fuera un guante. Por eso Miguel Artigas también fue bibliotecario. Johnny Depp le debe su estética de pirata a Keith Richards y el Rolling Stone más pétreo no sería nadie sin la Clasificación Decimal Universal. ¡Lo ha dicho él! ¡Yo que sé! José Luis Cano paseó por Velintonia mientras signaturaba la biblioteca de CAMPSA. Se conoce que entre surtidor y surtidor leían a Faulkner. José Moreno Villa, era el bibliotecario pureta de la Orden de Toledo. Bien está. William Sloan fue bibliotecario del MoMa, Howard Gotlieb, el colega de Buñuel, también lo fue. Pablo Neruda, Raymond Carver, Ray Bradbury, Leibniz el filósofo, André Breton, Carlos Edmundo de Ory, Leopoldo Panero y Paneromaría. Claro que el desencantado hijo del Paneroestatua lo fue en el penal de Zamora donde se enamoró de la intimidad que da una celda de la mano de Haro Ibars. Hacían buena la frase de John Waters que decía: «Tenemos que hacer que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles». Por eso Paneromaría dijo que se inició a la homosexualidad por resistencia. En el cubo de una celda un libro se vuelve aire. Es el tópico de la libertad y la hostia, que como todo cliché tiene su punto de verdad. La biblioteca es esa celda, ese balón de oxígeno donde la intimidad tiene sentido hasta que sales a la calle y te das cuenta que el preso del alma por el que darías la vida es un psicópata, un cazurro o un hincha del Albacete. ¡Yo que sé! Lo que está claro es que para quien vive hacia dentro el libro le saca los pétalos. Le florece la mejor de las miradas porque vienen de la emoción sincera de un solitario. Por eso la poesía. A quien entiende que no hay que entenderla sino disfrutarla, le revela y le rebela. Por eso, quien la lee se da cuenta enseguida de si el verso es una pose o un latigazo lancinante. Es el lenguaje atávico de la emoción que se mete por la oreja como el dedo de un niño. Esas cosas que nos hacen mirar de frente al ser humano que llevamos dentro y que se nos olvida de tanto cumplir el horario. Georges Bataille, George Perec, Julio César, Alberto Manguel y Paul Leautaud. Al final todo escritor es bibliotecario. Ni antes ni después sino durante. El concepto de biblioteca también cambia. Léanse a Fernando Báez o a Juan Vicens, da igual. Forma parte de la vida y su dinámica trasformación. Como dijera José Luis Sampedro acerca del mundo, otra biblioteca no es que sea posible si no que es inevitable. Vendrán otros formatos, otros soportes y otras historias a acumularse en la intimidad de otros otros, como otros antes. Con la biblioteca también se cultiva la manía de la colección. Se trabaja la vanidad de la apariencia (desconfía del libro que no esté subrayado), la posesión que otorga un poder ficticio que cautivó a Hitler o Pinochet. También Karl Lagerfeld, que se dedicó a hacer cáscaras toda su vida, aglutinó trescientos mil títulos para curarse el complejo de cebolla. Tomás Navarro Tomás, Quevedo, Luis Cernuda, Sender y Rosa Regás. Sánchez Ferlosio, Teophile Gautier, Marcel Duchamp, Manuel Machado y Ernestina González. María Moliner, claro; esa hormiga del lenguaje que paseó su indiferencia para escarnio de la Academia con todos sus marqueses dentro. Uno va construyendo las paredes de su vida con heroicos farallones del lomo ibérico de Joaquín Costa. Cuento hasta tres diciendo Unamuno, Galdós y Cervantres. ¡Yo que sé! Lo que digo es que cuando llevo más de una semana fuera, echo de menos mi biblioteca. Busco una comparación brillante, pero es que no la hay. «Quien lo probó lo sabe» que diría Lope. Sí, el verso está bien traído porque hay algo de amor al libro. No diré goce para que no penséis que se me ha ido la olla, pero ya quisieran algunos polvos disfrutarse como ciertos textos. ¡Y no duran tanto ni de lejos! Para mí «la riqueza no trata de cuánto dinero tienes; trata de la libertad para poder comprar el libro que quieras sin mirar el precio» como decía John Waters. «Mis modelos de conducta», es un gran libro. Lo escribe con pasión humana. Es curioso, porque lo de la palabra, el libro y esto, es algo que han cultivado cualquiera de los grandes. Desde Picasso a Dalí, pasando por Chillida y Oteyza o Hitchcock y Orson Welles. Da igual. Al final a todos se les escapa un diario, un poema o en el peor de los casos una novela. A John Waters también. El cineasta sabía que lo del cine es una chufla, que nació en una feria como decía Jess Franco. La música tiene un punto efímero que agrada a cualquiera, y eso es lo malo. La palabra, y no quiero ponerme Wittgenstein, nos determina con su espectro. Mamá succiona. Papá escupe. Solo hay que escuchar a los sonidos para saber de dónde venimos. Lean mi Alfaveto -¡qué coño!- y se enteren. Cada vez que alguien entra en mi biblioteca me gusta mirarles el careto. La presencia del libro tiene algo de latín, de acojone por defecto y un pelo de envidia hipócrita. Siempre sale la misma pregunta cazurra: «¿Y los has leído todos?». «Me faltan algunos porque no caben aquí», respondo. La biblioteca tiene paisaje propio, a veces miro los libros como quien mira el horizonte. Repaso los títulos como quien contempla una fotografía y saborea la memoria. Me fijo en su presencia, en el placer que da una biblioteca por leer.

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