“El
chatarrero oiga, el chatarreroooo”, rezaba una voz ambulante. La
letanía se colaba en la capilla del silencio que reinaba en la
inauguración del curso “Internacional”, según el vinilo
publicitario. El alcalde y otras autoridades, que supuse académicas,
se vanagloriaban del “Marco Incomparable” donde tendría cabida
aquella Babilonia. El programa no contenía ningún apellido
extranjero que pudiera advertir su asistencia, quizá algún colega
de la capital, pero el corpus del encuentro, no merecía siquiera el
apelativo de forastero. Casi todos eran vecinos de la localidad, que
rompían el tedio plateresco de sus días con aquel regocijo que les
vestía de domingo un miércoles cualquiera. Los organizadores,
también ciudadanos de Ñ, habían elegido su propio pueblo como sede
del evento para mayor gloria. El Incomparable Marco respondía a la
arquitectura hospiciana de los menesterosos manicomios del siglo XIX,
con su patio y sus tapias blancas recién encaladas que aportaban
todo su fulgor al evento y a las despistadas chaquetas que las
rozaban por los estrechos pasillos. Cuando la voz del chatarrero se fue alejando, se hicieron audibles las palabras del Sr. regidor. “Más alto”, “no se te
entiende”, gritaba de forma aleatoria la concurrencia. Por fín,
tímido y algo torpe, como quien se desnuda en la consulta del
médico, se retiró la mascarilla. Las palabras se hicieron
inteligibles, pero susurrantes y con eco de sacristía. La asistencia
rozaba la edad prejubilar. Aquella Babilonia local, no contaba con
alumnos entre el público por la lejanía con la capital
universitaria y no disponer Ñ de conexión eficaz de transporte.
“Militamos en Primera División”, dijo por fin La Autoridad. “En
otra cosa no, pero en Literatura...”. Nadie rió. Algunos afirmaban
con la cabeza con la inercia de los perritos decorativos. Un atril
hacía de estrado y sillas con pala las veces de butacas. El aforo,
reducido por las restricciones sanitarias, apenas superaba la
veintena, casi todos ponentes en algún rincón del Programa. Por las
tardes, la asistencia aumentaba y con él las estrictas medidas
anticovid se iban relajando de forma inversa a la cautela científica.
Aquella intelectualidad confiaba en su aséptica conciencia. El
programa de aquello duraba tres días. Por El Curso pasaría lo más
granado de la Primera División. Al segundo día, un músico de Ñ
decidió sonorizar la desprovista sala de aquel Marco Incomparable.
Pero los escritores tan acostumbrados a su solitario silencio
creativo no se acercaban lo suficiente al micrófono y apenas se oía
algún acople cuando, de súbito, se acordaban de que nadie les
estaba oyendo. Messi intentó meter cincuenta folios en media hora
atropellada de datos por todos conocidos. La primera mujer futbolista
repartía su currículum y sus libros entre los asistentes. Después,
solicitaba firmarlos. Todos coincidían en la complacencia. Atrás
quedaron los debates de quién era ñu o forastero, en los que se
enzarzaban en los cursos de antaño. Ahora, la trifulca era otra:
literatura patriarcal o feminista. Tocaba dejar de lado las historias
negras de investigadores borrachos cargados de testosterona. Para
ello, la mejor delantera del momento, tomó la palabra y dramatizó
un powerpoint. Aquello sí que era narrativa en feministo. Sí,
aquello sí. De nuevo la inercia afirmativa, perruna y decorativa. El
poder transformador del atril, engolaba el tono de los ponentes que
se volvía mesiánico. Las más veces, el catedrático Ñ organizador
de aquella Babilonia, convenía al orden de los ponentes que inflaban
su misa por encima de los cuarenta y cinco minutos reglamentarios.
Solían afianzarse en la palabra del púlpito gentes de mirada
estrábica y otras taras oculares, producto -sin duda- de la altura
laboral de un literato de primera. Vientres búdicos dejaban paso a
apolíneas dietas de sastrería. Complementos de carmín y acabados
en brillo mate, conferían a aquella atmósfera un perfume de laca y
peluquería jubilada. El máximo especialista en composiciones
cortas, tomó la palabra. También él, de escaso tamaño, ponía sus
diminutos pies de puntillas para alcanzar aquel decorativo micrófono.
Sus hechuras de yuntero plateaban un pelaje de rodapiés que remataba
con una camisa azul cielo. Su morenía, blanca por los pliegues
como los muebles mal barnizados, rezumaba al declamar un tono capón
con evocaciones pederastas. Cuando regresó a su asiento, fotografió con
descaro a las pioneras que le sucedieron en aquel escarnio. Odas y
epitafios dieron lugar a emocionados futuribles. El ambiente se fue
relajando y en el turno de tarde del segundo día, después de una
comida bien regada se escuchó: “¡Viva el organizador!”, quien
en un alarde de campechanía torera se quitó la chaqueta. “¡Viva!”
respondieron a coro. Un rubor se instaló en la cara del encamisado,
que mitigó con el aire de un abanico que sacó de súbito de un
bolso. Cada ponente cogía una botella de agua, para aclarar su
ruido. Después de cada intervención, Ñ, dejaba el flabelo y cogía
una balletita con que simulaba desinfectar la homilía. Hubo quien
silbó de manera maliciosa. El Curso iba llegando a su fin. Nadie grabó
nada. Ningún medio recogió lo que allí se dijo. Algunos hicieron
acopio de libretas y bolígrafos como forma de rentabilizar aquel
desplazamiento hasta el tedio. Se remató la complacencia con un
ágape de sonrisas forzadas a cuenta de la Universidad, en donde la
Cruzcampo y la croqueta pusieron la guinda de la Primera División.
Nada parecía importarle a aquella élite instalada en la media
pensión del mejor hostal de Ñ. Los ponentes, ya solo comensales, se
fueron disolviendo como los minutos en la tarde soporífera, por
aquella Babilonia provinciana.