(Cáñamo nº302, febrero 2023)
“Joder, cada vez suena peor”. Me acerqué al aparato y comprobé que el sonido se acompasaba de vibración. Como si ruido y temblor formasen un mismo caos. Toqué el deuvedé con el dedo y noté cómo se estremecía en un bucle irracional. Casi por instinto puse la mano encima y el ruido cesó de súbito. Sustituí el peso de mi mano por el tomo II de las Obras Completas de Martin du Gard que publicó Aguilar. “No me lo puedo creer. Quince años haciendo el gilipollas”. Pensé que también la tecnología se cura con una caricia y un libro (perdón por la poesía). Quizá Merlin Sheldrake pueda vislumbrar misterios de ADN sobre ósmosis tecnológicas y químicas inefables. El caso es que la lavadora volvió a sus espumas cotidianas y La 2 ha dejado de parecer una discoteca. Desde entonces, una pandilla de hormigas merodea la cinta de registro de Los Thibault. No tengo prisa, quince años no es nada.
Cuando la gente andaba
por YouTube, me compré un DVD. Comenzó bloqueándose por cuestiones
de formato, creo. Le metía porno en mp4, películas piratas en Dvix
y a veces se paraba con sonidos extraños. Como admitía pinchos,
comencé a insuflarle uesebés con películas de Godard, Tarkovsky y
algún documental de flamenco recomendado por Montero Glez. A veces,
alternaba con alguna película original que sacaba de la Biblio o
algún western de colección dominical. Las paradas del
reproductor se fueron haciendo más frecuentes, a las que se
añadieron sonidos en bucle. “Cojonudo, se ha vuelto a parar”. Y
como si me estuviera gastando una broma, la película volvía a rodar
cuando me incorporaba para solucionar el entuerto. “Supongo que
esto es lo que llaman Inteligencia Artificial”, pensé. Comencé a
limpiar con cuidado los deuvedés antes de introducirlos y darle al
“Open”. “Eject” y la bandeja volvía a entrar en el
dispositivo sin que hiciera el más mínimo sonido de lectura. “Nada,
ni un mal gesto”, me dije. Pensé en devolverlo “quizá esté en
garantía”. Pero luego entendí que el pequeño comercio no tiene
la culpa de la fabricación China y retracté la idea. Si todos
devolviéramos nuestros productos tendrían que despedir a Manolo,
para luego pensar que “le pagan una mierda y le tratan fatal” y
que quizá le harían un favor si le echaran. Cuando me dispuse a
retirar el cacharro se puso a funcionar y me recordó a aquellos
perros que se ponen cariñosos con sus amos cuando saben que les van
a sacrificar. “Yo no puedo hacerle esto” y metí En cuerpo y
alma, que me respetó hasta el
final. Aquel aparato comenzó a desafiar cualquier lógica. “Quizá
este frío”. Mi casa siempre anduvo en las lindes de la
infravivienda. Comencé a poner la estufa de gas cerca y la ronquera
con que manifestaba el encendido dejó paso a un “Error disc”
aleatorio. Ante la enésima operación de “Open/Eject”,
desaparecía. Colegí que quizá con encenderlo tres horas antes de
visionar sería suficiente y así fue la segunda y sexta vez. La
primera se paró a los veinte minutos y la tercera y cuarta vez tuve
que sacar el disco y limpiarlo con ahínco. La quinta también fue
necesaria conectar de nuevo la estufa. La séptima tuve que dejarlo
por imposible y en la octava volvió a funcionar a la primera.
“Maravilloso”, pensé. Cómo se desprende uno de una tecnología
ácrata. A veces, se paraba cuando la trama llegaba a su culmen,
cuando el asesino iba a ser descubierto, cuando el polvo se iba
desnudando. Entonces, comenzaba a pixelarse, arrancaba el ruido y
terminaba por fundir en negro. “Increíble”. Aquel deuvedé
parecía una madre sádica que disfruta mandando a los niños a
acostar, cuando su moralidad se pone preventiva. Cómo se tira una
madre a la basura. Le fui cogiendo cariño a aquel aparatejo. Me
sonreía cuando ante una escena definitiva, comenzaba un ruido como
si fuera una advertencia que cuajaba o no, según la tensión que me
acuciaba y comenzamos a jugar a la psicología. A los cinco años,
las pausas y los cortes dejaron de molestarme y el visionado comenzó
hacerse más fluido. Entonces ella, empezó a jugar con la señal del
mando a distancia. Dejó de responder a mis impulsos. Cambié la pila
varias veces sin resultado. Presionaba el botón “Play” y la
película arrancaba a los diez segundos. Otras tardaba varios
minutos. A veces, era inmediato, según su capricho desobediente.
Acabó por seducirme como una novia que no nos quiere y nos maltrata.
Así llevamos quince años. Mis amigos dicen que me pase al Netflix,
las plataformas... Qué sabrán ellos del cariño. Ayer, cuando la
lavadora se puso a perder agua y La 2 comenzó a lanzar imágenes
estroboscópicas, pensé en las virtudes del amor.
No repares en pudieras.
Aprendía repasando.
Seguimos las huellas que dejamos.
Margen integral.
El lenguaje era la censura.
Escasa mayoría.
Lazo de emociones.
El corte hace agujeros.
Fui a tomarla y me encontré con La Toma. La Nochevieja bien. Su borrachera, su muchedumbre y su confeti en el vaso. Su verbena cutre y sus fuegos artificiales que rozan la tragedia. Lo normal. Al día siguiente, recuerdos de amnesia y ponerse cultureta. La calle del Centro José Guerrero, en Granada, sin acceso porque linda con la Capilla Real donde andan (es un decir) los Reyes Católicos. La calle (es un decir), cortada por la cinta de plástico decadente con que se perimetran las advertencias. Me asomé a la calleja para ver si El Museo estaba abierto. Luz había. Tres trabajadores dentro. Su indumentaria delimitaba su categoría profesional. El de la porra, guardia de seguridad; el de calle, ordenanza; el de uniforme, vigilante de sala. Tres controles para un centro vacío y custodiado por una cinta de plástico que negaba el paso a mis canillas. Asomé la cabeza. También había tres trabajadores (es un decir) fuera. “¿Se puede pasar a ver El Roto?”. Dos de los tres funcionarios arrugaron el ceño. En mis ojeras no vieron resquicios conmemorativos de municipalidad. También ellos mostraban su procedencia por la vestimenta: un local, de azul catequesis; un nacional, de azul violento; y un guardia civil, de verde orín, me miraban con extrañeza. El más culto de los tres asimiló que preguntaba por La Exposición cuando, en un giro involuntario de su cabeza, atisbó la alegría de los trabajadores internos. Con la magnanimidad que otorga haber completado la secundaria, el local se acercó con ademanes de sospecha para decir en confidencia: “Sí, pero después tienes que salir por aquí también”, mientras pisaba la cinta con su bota militar. Quedé atónito. Entramos al vestíbulo. Los tres trabajadores me miraron y me acordé del cuento de los cerditos. Su silencio, del que barruntaba una leve sonrisa, decía: “Sí, nosotros tampoco entendemos nada y también tenemos resaca”. Placa del Rey que inauguró este espacio el día tal. Tienda y catálogos, y un ascensor enorme. “¡Qué bonito!” dije, y nadie sonrió. La primera planta mostraba a un OPS rotundo. Percibí que la censura le dio un país y viceversa. Dibujos de trazo negro y mordaza blanca. Alas de asco y proyectiles en cubitera. La rehostia. Luego un vídeo en el pasillo del frío. Cuatro sillas de Berlanga dispuestas para que el visitante tristón coja el constipado y asiente la ciática. Andrés Rábago parece el mosquito del anuncio de Rapid después de un electroshock. Parece que una mano negra, de las que él dibuja, le ha quitado las alas y lo ha vestido de blanco para la cosa. Parece un monaguillo, carrilludo y septuagenario que pasaba por allí. Mientras cogía frío en aquella silla llena de ángulos, una caravana de romanos a lo registro en La vida de Brian, subía y bajaba por las escaleras de la gripe. Me olvidé de aquel mosquito blanco con mirada de Valium e imaginé lo que pensaría aquel destacamento cuando viesen las escenas de OPS. ¿Qué ocurré en el desierto cuando llueve? “Molesta y seca rápido”, respondieron sus pisadas mientras subían a lo alto de La Cultura para asegurar, quién sabe, más decadencia y maravilla. Seis vigilancias (tres dentro, tres fuera), separadas por un lánguida cinta de plástico. Sentí generosidad y pensé que El Roto, como el vacío de Machado, “está más bien en la cabeza”. Empezamos bien el año.