jueves, 29 de septiembre de 2022

LA BOTELLA

A Bella le seducía el brillo de su esmalte. Le gustaba regodearse en el reflejo de fresa que el barniz resbalaba sobre su dátil. Las uñas de sus manos iban a juego con las de sus pies y hasta pintaba de carmín sus labios con un pincelito mientras se imaginaba adolescente. Bella, sin embargo, había pasado los cincuenta. Aún conservaba los pezones erectos en unos pechos gravedados que la convertían en una Luperca encendida. Derrochaba entusiasmo pintando sus dedos de charol con rúbrica torera. Convertía la dureza de sus falanges en capas de un Photoshop imposible. Bella se embriagaba de su propio resplandor. Le gustaban las esencias a éter de las lacas que solía condimentar con el aplique de acetonas restituyentes. Luperca convirtió en cotidiano ritual sus dosis de pintura y cutícula. Una mañana en que el sueño no se había retirado de su vista estampó un sutil borrón en uno de sus dedos. Bella miró aquel extravío con un placer extraño. Siguió barnizando su pulgar con la inocencia infantil de quien hace una travesura y acabó por cubrir su mano. Esperó a que secara el brillo granate de su acristalado miembro para bajar a comprar todos los botecitos que pudiera. Regresó a casa con la fiebre del amante y se pintó entera con disfrute. Bella, terminó de untar su cuerpo sellándose los labios con un potente barniz. Su figura relucía como el cristal. Desnuda, sus caderas le conferían la forma de una botella sin etiquetar: una enorme y silenciosa damajuana que se miraba al espejo. El aire fue secando poco a poco el esmalte y sus movimientos se fueron acartonando hasta que sus párpados no pudieron abrirse. Un inapropiado gorro bermellón remataba su aspecto de recipiente. ¿Dónde se habrá metido esta mujer? pensó su marido mientras lanzaba el insólito hallazgo al contenedor de reciclaje.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

LA CICATRIZ

Ahora viste alas insólitas. Vuelos de cerveza en pequeñas plazas. Septiembre ya no está. El fascículo de mi verso se fue. Ha cambiado con la íntima confesión de un karaoke. Septiembre se ha hecho mayor. Parece un racimo de besos con pepitas. Parece que lleva el brasero en sus entrañas y un erotismo que baila en París por músicas lejanas. Septiembre ya no se parece. Será el cambio climático, estas vacaciones silenciosas o este móvil que gotea. Alegra sentirse equivocado. Saber que el viento cambia las veletas y tumba los tejados. Que el labio conocido tiene misterio por conocer. Que detrás sigue adelante. Septiembre cambia. Quizá esté por enero. Quizá sea este quizá, este posible que observa los límites del misterio. Quizá mueva los paladares como lenguas que se miran, como revoltijos de ojos por el suelo, restregándose en salivas de silencio. Escribo a septiembre para decirle adiós. Escribo para tragarme el enigma (esa larva que nunca nace) como un bulto de rutina. Le preguntaré qué es de nosotros -qué se pregunta al desconcierto-, y cómo se quema la memoria. Quizá sea que también los calendarios crecen y hasta la ilusión da frutos distintos. Es el quizá lo único seguro. Por eso dudo del todavía y hasta siento el júbilo sin nostalgia de futuro. Hay ahora, en este septiembre que no existe, un triunfo de cicatriz. Una satisfacción de cambio, una intimidad que acompaña y hace menos fría la soledad.

 

miércoles, 14 de septiembre de 2022

LA COMPLEJIDAD

Ser y no ser resultan ser la vida

Pablo Neruda.

El IVA le da fondo a los números. Hay que darle gracias a los ojos porque contradicen las palabras. Tenemos, por fortuna, lo complejo por destino. La complejidad nace del tiempo del cambio que lleva dentro la semilla de las cosas. El llanto acabará formando versos y hasta la roca, con su estoico calendario, da pétalos de arena. Somos el anhelo que nos mueve, la sangre que bombea un carmín inapresable. Chorros de labios a la deriva, analíticas que marean al marino, ay, porque lo complejo suele ser paradójico. Otras veces simple como el agua, como la inercia del cordel y los horarios. No hay confusión en lo complejo, nadie se lleva las manos a la vigilia cuando el sueño nos lleva a la pesadilla después de polucionarnos. Dormir es así de claro. La complejidad está, habita en el cada uno, en aquello que no sabemos, y en lo supuesto, y en lo sabido. En la vida africana del hambre. En el exceso del hombre. Hay en cada átomo una mano misteriosa, un después que no hubo antes, un tajo que decapita la ternura. Complejo no quiere decir posible -hay cosas que nunca serán sin la poesía-, pero donde hay química fluye el caos y la sabiduría cierra la puerta en su libro particular. Se la ve mirando por las ventanas el pasar de lo imposible. Qué brutos son los cojones y los hippies. Cuántos micelios mueren cuando acelera un coche. Hay que hacerle caso a septiembre con su vaselina de esmaltes. La complejidad, digo, habita en el cogollo de la rosa y en el deseo de quien desea. La perspectiva, compleja distancia, vigila el ADN desde los fractales. Cuánto hay de límite, cuánto de capacidad, cuánto de barrote. Como si vivir fuera un granel donde se cuela el agua, la paja o un garbanzo necesario. La complejidad, con su ascua silente, espera el oxígeno de un capricho para incendiar la llama o extinguirla. El mundo es un cubo de Rubik. Pantalones con dolor de rodillas por un estirón atómico de Albert Serra. Muere Godard, pero nace una nueva especie de mosquito en el suburbano londinense. El tuétano de mis falanges siente las vacuolas de la enea donde poso el culo. Sí, contiene noes pequeñitos, y un aveces entre semana. La complejidad existe y se va, vuelve y se marcha como un recuerdo. Sin sombra, el sol sería insoportable.

sábado, 10 de septiembre de 2022

LA CAMPANILLA

[Cualquier coincidencia con la ficción, es pura realidad]

“Aquí te pillo, aquí te mato”. Los servicios sociales no patrocinan esta peña, pensé. Quizá no fuera una peña sino una cuadrilla taurina. Quizá fuera un todojunto. Hay mucho todojunto en las fiestas de la España póstuma, como si Berlanga metiera en un bote a sus personajes/secuencia y removiera con el dedo. Por eso, cuando meo sobre la primera oscuridad que encuentro, el cartel de “La Campanilla, libre de agresiones machistas”, me hace más gracia. La igualdad llega a todas partes en forma de Ministerio, BOE y presupuestos, pero en La Campanilla se concreta en un “Aquí te pillo, aquí te mato” para el vinilo de las sudaderas de una peña de mujeres. Antes de que comience la verbena con su música de septiembre y despedida, acudimos a El Ruedo. Con la quinta cerveza se me olvidan los carteles de toros que desencajan el mobiliario de Ikea y una instalaciones propias de una pizzería de extrarradio madrileño. Los parroquianos tienen rostros también desencajados, mitad borrachera, mitad endogamia. Del baño de caballeros sale una señora con peluca, tacones y dos manzanas por pechos que se coloca cuando una se le cae a la altura del ombligo. Abandona el ruedo con el vaivén de un columpio retardado y se marcha con la apariencia de quien ve alejarse a la viñeta de la secretaria del profesor Bacterio. Nos sentamos en la terraza de El Ruedo donde un burladero con geranios culmina el plan de urbanismo de La Campanilla. Enfrente de nuestra mesa (coja como los tacones de la mujer/caballero), una casa de ladrillovisto engarza con un hastial de uralita, pintado hasta donde dio el bote de Tintanlux y permitió la escalera. Un Tetris de balcones y puertas diminutas muestran la sociología del hambre y un reaggeton de fondo culmina el esperpento. “Esta verbena no me la pierdo por nada del mundo”, pienso. La plaza mayor es infantil. Por la noche, los travesaños que forjan el coso vespertino, se convierten en un redil donde ancianos, niños y mayores bailan (como quien dice), mientras chascarillan salivazos afónicos en mejillas ajenas. En uno de los tendidos, sobre una tarima reducida, se atisba a la orquesta Destellos donde un sucedáneo de Montxo Borrajo luce lentejuelas y galones, junto a la Trini. Ella, que iba para folclórica, preñó joven y mató el gusanillo del artisteo a golpe de gallos y escotazos premenopáusicos. Uno se siente torero aunque no quiera. Menea el culo y los brazos sin compás, al estilo suegra. La catarsis está servida. Después del pasodoble, el Fulgen, que vacaciona de la Nuclear, pone las manos encima de su amor de infancia e inicia El chacachá del tren al que se suma toda La Residencia. Siempre le resulta un restriegue y aprovecha un chascarrillo para rozarle el pecho a su memoria. De entre las callejas surge un remolque con luzled y matrícula de Toledo. Dentro, una borrachera portátil se instala en medio de la plaza para regocijo de los “Aquí te mato”. Un gazpacho de conocidos, familiares y melopeas se amasijan en el redil. Se hormiguean salidas que entran a la barra o al servicio, al ritmo desafinado de la Trini. Tres figurantes culminan la orquesta que se calla cuando el ordenador se cuelga y no arranca el tema. Los amplificadores, curtidos por los años y los kilómetros, lanzan la voz hueca y mate de Borrajo, que no entiende que no entendamos lo que dice. Hay algo tierno en la estampa. En este cafarnaún de soledades, la melancolía enreda las miradas con nostalgias de whisky y coca-cola. El remolque anestesia las lágrimas y las risas hasta que Destellos dice que es la última y el sol se barrunta en la intimidad de la plaza. El caño vuelve a sonar y hasta canta un gallo a lo lejos al que contesta el rebuzno de algún tomate lejano. La Campanilla, Macondo gibraltareño, tiempo detenido en el encuentro. Lugar donde se cruzan la Trini, Fulgen y un ingeniero guiri despistado que comprará la casa del Mariano y la quedará muy salaina. Reductos para el disfraz, donde la ternura y la tristeza bailan pasodobles mal cantados, con la esperanza de que vuelva el tren de septiembre, para echarle mano al ritmo del Chachachá.

martes, 6 de septiembre de 2022

EL MAR

Hay cercanía en lo pequeño. Necesitamos enfocar el ojo del interés. La ternura nace en las nucas de los pétalos, en las bufandas perdidas de los niños y el portero que golea Benzemá. La polla madeinchina nos despreocupa porque el cariño nace de la emoción segura. El mirlo se impone al buitre y el lápiz a la tinta. Tendemos a compensar con el afecto la realidad de la vida. Ponemos en la balanza de lo entrañable los segundos de azúcar que no le echamos al café porque da cáncer. Somos la casa de muñecas sin biblioteca donde ponemos las muestras del perfume y el plastiquito que precinta los paquetes de tabaco con su sonido a calderilla falsa. Somos la huella de los pájaros en las dunas, las babas de un niño en tu mejilla y una lenteja que se escapa del puchero en un salto de cuchara. Hay simpatía en la soledad del coche que no retiran. La ternura entra en el descuido por el rompeolas de la imagen. Hay caricia en lo inesperado, una brisa hacia el asombro que reconforta. La infancia es una afrenta de chapetas, sangre que grita en el silencio y dedos que trepan por tu oreja. Una aceituna, un dedal y el recuerdo fetiche de un beso adolescente. Necesitamos el objeto porque se abarca. Tenemos que abrazar el mundo para guardarlo. Somos un impulso que se justifica con cajitas. Tocamos las llaves para sentir el poder de la apertura. La letra, la tecla y la cuerda. El sueño, la memoria y el llanto. Que nos concreten la emoción para que el tiempo no lo disuelva. Por eso existen las manos y nos sentimos desnudos si nos cogen del meñique. El misterio nace del ruido de un caño porque el mar no escribe poemas.