Hay quien me pregunta cómo soy capaz
de ver lo que escribo. Muy fácil, sólo hay que aguantar la mirada a
las cosas. Quitarse la realidad como una prenda y sentir la poesía
como la sangre que da la emoción al mundo. Si aguantas la vista a un
lapicero, de sus rayas emerge la jirafa como nace la mariposa si mantienes los ojos en la primavera del gusano. Como se
quemaba el celuloide de una película, del folio brotan las palabras
de un verso como si fueran las varices enamoradas de un cuaderno.
También hay que leer un poco a Ramón, y observar un poco a Goya. Luego
basta con quitarle las legañas al oído y tener una mano cerca, si
es posible conocida. Leer mucho a Machado, a Cervantes, a Lope y a
Lorca, hasta que la tinta nos rebose por los dedos como un agua que
nos mancha sin remedio, que además nos tonifica. Escribo para darle
voz a las cosas, todos sabemos que una hucha es un avestruz que
pregunta por sus brazos. Que pide nuestra clemencia, con sus ojos
monedita, a través del hueco de un barrote. Hoy, que está de
lluvia, miré un segundo al paraguas y enseguida salió la seta
mecánica que esconde. La poesía es lo contrario del miedo. Es poner
el cuenco de las manos para que se pose la armonía, sin que importe
que te vean. También hay que olvidar mucho, que la casa es grande,
por ejemplo. Hay que olvidar entender, y encerrar las matemáticas en
un cajón por más que chillen las sinalefas. Hay que observar a los gatos
con su movimiento de serpiente y mirar a las serpientes con su reptar
de duna. Y una vez vistos, saber que todos son sinónimos de agua, de
la ondulante sed que nos marea. La mirada es el fonendoscopio del
poeta, su bisturí y su remedio. El matiz, ese dedo con que giramos
las palabras, abre o cierra las heridas. Y lo más importante: que
nada sea definitivo. Que nadie escriba, no lo aceptéis, la palabra
importante.