El sueño se esfuma por la orilla con olitas de baba. «Estás despierto» o eso piensas cuando la oscuridad es negra y un reloj de un rojo mecánico te sitúa a las 04:27. Sales de la cama con el cuidado torpe de una anestesia, con la gasa modorra todavía en el movimiento, sales a tientas de memoria de este ridículo cegato. Con la seguridad de la repetición encadenas pasillos y puertas para mear sentado en el váter. Uno acaba por olvidar el momento de las cosas, esos inasibles que ocurren ya hechos. Lo digo por esa luz. Esa de ahí. Esa luz tenue sobre el vértice del techo del baño. Sentado, la picha morcillona y cabizbaja, como si mi dedo indice fuera un amigo que le sujetara la cabeza para que vomite dentro, chorros de olor a espárragos. La luz sobre el vértice del techo me observa, me pregunta qué hace mi mano izquierda sobre mi cara, por qué recoge la babita de mis comisuras. Mi mano derecha cuelga del antebrazo apoyada en mi rodilla porque mi pene ya cumplió su vomitera. Ahora la luz y yo nos miramos extrañados. Yo la pienso familiar como si la luz, cualquier luz del mundo, esperara a que la madrugada te recuerde el desnudo, ese ridículo común de los cuerpos que violenta a las hormonas. La luz, te mira como un pez triángulo, como el vértigo desvelado de la pirámide, como el sueño fosfenado en difusos trazos, como la arena arrasada por la ola de una lengua. Miro la luz mientras estiro mi escroto, mientras conciencio a los pelos de mi polla para que sientan la luz de la madrugada sin la urgencia de la erección, para que sepan de la poesía más allá del semen. La luz silencia, sosiega la oscuridad que le rodea, calma el ansia de las baldosas que la acucian. La luz, esa luz minúscula y diagonal, apacigua las preguntas del mundo. Pone las masacres en su minúsculo lugar de la historia, sabe que el universo goza sonrisas desgranadas. Que los fotones que ahora veo tienen rumor de broma, que el fuego que arrasa la vida, que el tajo del disparo que nos señala no es más que un silencio más. Que todo lo que nos acucia es oscuro, que solo duele la cisterna de la memoria, como si la orina solo sirviera para sentarse de madrugada y mirar cara a cara a la luz. Las manos reposan sobre mis muslos. Grasa y pelo. El olor, ese espárrago invisible que me cimbrea, no es más que otra luz, otro proceso silente de química vacía. La luz sigue ahí. Nadie sabe si existe o son el viaje de un cosmos extinto. Contemplo Altamira sentado en el váter, nebulosa difusa de un meado triguero y soñoliento. Esa luz ha trasformado el instante en un tiempo detenido, en un estallido de preguntas horizontales. La existencia no contesta a las preguntas, solo la luz hace respuesta. La luz no tiene lugar -dicen los cuánticos- es nuestra mirada quien la fija. Duchamp tenía razón. Duchamp ya vio esta luz en la fuente de un tugurio y se la llevó de exposición. Le preguntó a la luz si sabe quien es, si sabe que existe Gaza, si sabe que existe la Historia y el uranio. Enlazo sueño con sombra y divago por sus avenidas tras el misterio de la cabezada. Y le pregunto al tiempo por el espacio y hablamos del eco, de la esclerótica del sonido y la sinestesia del tacto. Hablamos, creo. La luz sigue ahí, con la resignación del silencio por respuesta. Con la inteligencia condescendiente de la presencia muda, con las ganas hechas baldosa. La luz me mira -mirar pregunta- y me avergüenzo. No sé qué decir, desde este lado de la sombra.