A Mónica
La ciática, con su
estilete de sollozos me devuelve a la infancia. Cuando el dolor nos
regresa al muletilla de la cicatriz, a la barbilla empiterada de
caídas, regresamos a la vida aunque nos gustaría volver al hombre
cotidiano que solo pensaba en que funcionara el agua caliente. Cuando
me creía que lo peor era La Bofetada o
el récord de toses de mis bronquitis, me embosca este chillido
nocturno que martillea mi gemelo cuando van a dar las doce, como si
la calabaza de la cenicienta fuera un melón explosivo que me llena
de metralla el gemelo con su larva en encierro. Este dolor viene de
las lumbares dice la IA. La fisioterapeuta se ríe porque a ella lo
de la IA le suena a rebuzno y ya tiene bastante con la depresión
que le delata una risa lexatina. Ella, que ordena con sus manos de
pulpo las cosas del cuerpo, ha perdido la tristeza en laberintos de Diazepam. Sus manos son un niño paliativo, un racimo de falanges
con movimientos de medusa, la suavidad del estudio hecho terapia. Los
ríos manriqueños van a dar a mi pierna -sí, he vuelto a leer a
Umbral- que es el dolor. Yo no sé si este sobeteo cura o no, pero
agradezco que la humanidad ofrezca manos de alquiler que atusen mis
gritos de melón. La mano, cualquier mano, mientras no dispare, es
bienvenida. A veces, cuando la larva se mueve mucho, hasta del tiro
se acuerda uno, y más si no son borborigmos de unos dedos de
ketamina. La ciática tiene sonido de aguja, de dolor anatómico y
maldad ginecológica como casi toda palabra acabada en ica. La
informática, ya sabes, vino a mefistofelizar la llamada, a meter el
siglo XXI en La cabina de López Vázquez con su medio ambiente y
todo. La biología, los hongos y su etcétera de domingos muscarios,
están ya aparcados en el depósito municipal. La grúa tiene la tilde
ciática que confiere el dolor de la multa, tan subsanable y fatal. El
dolor posee, sin embargo, una sombra feliz y adictiva, casi
dopaminérgica, como si fuera un tiro de farlopa negra que se
esnifara por los dedos de la noche que es cuando más violento se
pone el feto. Sollozo, lloro a medias. Me consuelo, como buen
español, con el mal de muchos que me superan en desgracia. Y lo peor
es que funciona. Para consolarme, hago patria del parangón que es
nuestra idiosincrasia. Somos, puestos a comparar, como notas a pie de
página. La ciática, murciélago del grito, sordera de la agonía,
arremolina las sábanas para decantar los muelles de la convivencia
que, farallón del tiempo, sostiene una lima vertical. La
sonrisa queda para las reuniones en familia y el
trato de mostrador que te da la funcionaria con su tono de freetour. La mueca de la ciática viene a visitarme cada noche
desde hace un mes. Para paliar sus noctámbulas visitas la química estatal de la España póstuma
me ha recetado Diclofenaco, Tizanidina, y pregabalina. Se
empeña en darle a mi pierna un poco de estreñimiento para ver si
así me relaja las puñaladas. Ahora tendría dos problemas y tantos
más de no saber las virtudes tetrahidrocannabinoicas que me
permiten dormitar el desacato farmacológico. «Hay que procurarse un
botiquín», que decía Escohotado. Y en esas estamos, claro. De todo
se aprende, hasta del dolor de pantorrilla. Y sacó la metáfora del
cambio postural para darle una vuelta a mis ideas, a mis afectos, a
mi respiración cuando escucha los segundos que faltan para la
siguiente puñalada. A veces el andamio de la pregunta se sostiene,
otras se tambalea como un bifaz hermoso. La vida es una hermosura
ciática que espera su segundo para enseñarnos la pantorrilla. Somos
la vedette que necesita un dolor o un botiquín para escotarse, para mostrar nuestra mejor ficción mientras se nos arruga el alma por debajo. Una
indecente ceremonia que tensiona. Por eso, cuando uno ya tenía claro
que el capitalismo era la muerte, que el petróleo tizna de negro
nuestros corazones, que respirar y palpitar dinero era una lujuria
climática, pienso en esos dedos de alquiler y me retracto un poco, a
lo liberal. Me desdigo como un votante de Podemos que entra en el
Zara, como un Iscariote terapéutico, como un Judas que solloza de
noche las virtudes de la angustia.