viernes, 29 de enero de 2010

EL INSTINTO

Hay cosas que se nos escapan como el aire que exhalamos. La lágrima, la risa, esas cosas. Son cosas que no llegan al lenguaje, que se quedan en el rasero primario del instinto. Son las cosas que nos sorprenden porque no llegamos a pensarlas. Una vez ocurridas las acribillamos con el porqué de lo furtivo. Querer analizar el silencio que surge del abismo es una tontería porque el suicidio como la depresión (que es la forma más sutil de la alegría) vienen de ningún sitio y llegan a ninguna parte porque son la nada. El lenguaje es una pérdida de tiempo cuando ocurren estas cosas. La sorpresa habla su idioma, una lengua que se autodestruye efímera como una especie rara y súbita de microorganismo. Ahí radica su misterio inasible. Luego, te vences a la armonía poética porque es la forma en que los científicos de la sensación, los especialistas en la dermis que llamamos poetas, han logrado acercarse a su misterio más de cerca. A mi me pasa con Lorca. Es un enorme telescopio Hubble de la sorpresa. La sorpresa tiembla. Cuando leo poeta en Nueva York siento que se adentra en el alfabeto inasible de lo incierto. Tiene la sensibilidad gatuna y el olfato del perro, y fija sus huellas/pasos a las paredes del idioma como un montañero las vías. Cuando termino un verso me quedo suspendido en la nada vertical que es oscura y plácida como un sueño. Luego puedes continuar el poema, completar la vía, abrir los ojos, pero ya vuelves de un lugar sin tiempo que balbucea lento. Esto me viene porque hoy, estando en la la tranquilidad léxica de mis divagaciones, ha venido una alegría de ese lugar inencontrable. Era mi hermano Abel con su abrazo lejano.

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