jueves, 4 de agosto de 2011

EL BARROTE

La clorofila verde se bambolea por las hojas en una suave marejada. Sobre lo alto hay luces con lo que eso conlleva. Un ave nocturna -sé que no es un grillo- acompasa el humo como si fuera el último recurso con que calmar el verano, un estío que nació con toldos, antenas y urnas llenas de serpientes. La piel es una esperanza, otra pérdida. Los cuellos, la cintura, todas aquellas tersuras con que ganar el sueño se ajaron mefíticas en la cárcel de sí mismas. He visto el dolor de sentirse libre bajo los pechos entecos de lo desconocido. Auscultar el beso como si fuera el absurdo matute de la vida. Durante la pelea los barrotes gimen su dureza como una pena. Se duelen de sí mismos, y luchan a garrotazos para liberar su culpa de hierro. La carne se tiene miedo. Nos queda el más, nos queda el todavía. Han cerrado los parques –identifíquese- y los niños rozan los cuarenta sin reyes, ni rollos ni pedos ni cacas ni culos. Bob esponja, Calamardo, Hommer. Seguimos sin contarnos las cosas, marchitando la vida con madrugadas obscenas donde ya no folla nadie. Y hasta las hormonas sueñan con gimnasios de cera -he visto vírgenes llorar bramante cuando una llama le apretaba el coño- y depilar jerseys de lana, y limar las uñas al gato, y poner tapones al bafle para que nadie se deje llevar por el ritmo de la vida –¡oh, si es que existes!- antes de morirse.

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