jueves, 8 de enero de 2015

EL BRILLO

A Juanma,
que me regaló Valencia.

Hasta Valencia se llega atravesando la lengua negra de la Mancha. Hacemos literatura, escribo sobre lomas pardas, verdes brisas y cal adelantada anunciando sonidos de tubería. Hay que ser fontanero en Valencia, lleno de ascensores enanos, bloques gigantes y medianías de orín por las aceras -calcárea urbe, despostillada pólvora, el ruido esconde- aquí, se debe soldar el humo. Los mosaicos brillan para recordar que la luz no hace claridad. A Valencia se llega con la luna republicana o con el atasco alemán del mes de agosto. Yo llegué con los malvas al aire, con las carnes colganderas -trapos de silencio y mar- y escuchando algún pájaro entre ramas frías. Valencia tiene un Valladolid sin historia, un millón de semáforos andando hacia El Cabañal donde los barcos dejaron su Stanbrook a estampas de Meliá. En valencia se oye la música de la emigración porque nadie la toca. Todos tuvimos una novia en Valencia donde todo pasó hace mucho tiempo, por eso la luna se yergue con pecho de madrugada, con su melancolía de gas, con la tristeza húmeda de las fotografías y el antes. Valencia tiene su mar, sus ganas de ser Barcelona. No sabe de sus libros pero conoce la orfandad y los garajes privados. Hay balcones hacia traseras de parques por donde se ven volar pájaros verdes y se ve a don Machado con el pecho colgando del bastón. Valencia es la gran olvidada de sí misma, un entre Zaragoza y Málaga sin monumentos. En Valencia se aprende que hay roturas suaves, pieles gemelas sin tacto. Que dar puede ser un misterio recibido. Valencia tiene sus cosas rotas y pegadas, quiere verse entera como una mentira de niño. Tiene demasiado modernismo y Calatrava. Tiene una tristeza propia y la gran luna que decía al principio. Valencia es lo que no tiene.

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