martes, 27 de enero de 2015

EL GARAJE

“Aquí se viene a exagerar”.
Ismaelbar.

A Pablo Gadea,
que me reconcilia con Madrid.

El bar castizo es una cochera, es el somier hecho puerta, esa necesidad de reutilizar lo que sobra, un vagón de metro para arrimar la cebolleta. Lo suyo es que el pomo del retrete quede a la misma distancia de la mano izquierda que la consumición de la mano derecha. Que lo más lejos sean los dos pasos que nos separan de la puerta (uno de la tragaperras), porque la máquina de tábaco ha de quedar a tu espalda para poder jugar al roce convenido de los sexos.

El hombre de barrio es nieto de Paco, ese marido de Régula que nos contó Delibes. Desconfiado pero con ganas de amistar con el extraño al que somete a la pequeña lapidación de las miradas. La primera pregunta es "si será secreta", como un “y tú de quién eres” urbano. Uno se va del pueblo para no ser cura ni guripa. De intrusos nada. La consumición, la camisa planchada, si estira el meñique cuando coge la caña, si sale a fumar o no se come el pelo caído en los garbanzos, van a responden el interrogatorio tácito del recién llegado.

El camarero es nieto de la chabola, de electricistas y albañiles de Jaén que murieron de un infarto, de un andamio súbito o de un cáncer de picha. Muertes de pobre, tuberculosos del siglo XX que emigraron para poder morir en un tanatorio pagando La Almudena en navidades. Muertes que duran toda la vida para viudas y huérfanos que colocan fotografías difuntas en vértices de cuadros que pintó un sobrino. Si nace varón, se llamará Pedro, como mi padre.

Los bares de barrio tienen grasa en la cocina, orín en los baños y aceite en los ojos color mosto de un hígado reventado. Ojos de paro y depresión, ansiedad y cocaína. Hay una ternura de carencias. Una madre macilenta que sale de la cocina como una pajarillo, que recibe los besos del hijo como si fuera el padre muerto y el respeto que da cocinar los callos como nadie. Ese reconocimiento al potaje y el destajo.

Hay historias que nadie contará. Pulmones que trasiegan humo con la rutina de la pausa, como un escape a la chapa que te pega Luis, hombretón con un Ideafix al que viste de lana y trata con modales. El perro de Luis es una cerradura por donde hay que mirar su corazón. Y El Abuelo con sus charlas, con su saber de vinilo, con su barba y sus hijos de cerveza y “unmecagoenlaputamadredeRajoy”. Mi hijo –dice- se me va ir de España y ya no le veo más, tío. ¿Tú sabes lo que es eso?. Y el ojo se le encharca. El bar, como una cochera nacional, con su tragedia tranquila –bebo para llorar mejor decía Dostoievsky-, con sosiego en la desgracia para que no se enteren los niños. También hay banquetas como hamacas y en un cuaderno se apuntan nuestros sueños de palmeras.

Hay un jamón que no se gasta y un calendario del Atlético de la época de Marina. Calendarios como fotografías emocionales, recuerdos de una tarde de fútbol que me regalo mi padre, un partido de dispendio y coca-cola porque los bares de barrio tienen la tristeza entrañable de una muerte escondida. Como esas tardes soleadas del invierno escuchando la canción de san Antonio en Radiolé.

España como un bar de garaje, con su tragedia de barro y hospital, con sus gatos y sus latins. Con su lluvia de metros y sus humos de viaje. Con sus abuelos de Soria y sus coches a plazos. Con sus ascensores rotos y su mercadona. Con su cárcel de farolas y contratos. Hay en el bar una especie de madre, una respuesta a la que nadie pregunta. Una soledad urgente como una espiga que se enerva.

Y También hay una mujer ajada que se maquilla de más y se viste de menos. Esa mujer que alguien se tiró en el servicio (rompiendo la taza y el amor), dejándola para siempre en el ayer. Esa mujer que baila sola, que a veces trae una amiga más joven y que más pronto que tarde, traerá a su hija para elegir un padre y una mano con que ver juntos la vejez y la tele, cuando les cierren la vida.

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