sábado, 12 de diciembre de 2015

LA RISA

“La palabra ama la opinión general”
Angélica Liddell

Para Abel,
risueño a su pesar.

A veces, puedo ver los puñales que habitan en la risa, veo al psiquiatra firmando sus recetas de Diazepam y veo las noches en vela pensando en no pensar. Detrás de la risa vive el polvo de la tristeza. Se ríe como se huye. La risa inunda el vacío con su pánico al espejo. Para conversar hacen falta versos, detrás de la carcajada hay que decir algo, aunque sea un silencio, porque el silencio si se sabe decir, nos desborda. Fluye como la emoción educada del corazón porque también la emoción se educa. Por eso quien habla otorga y quien calla piensa. Quien habla otorga, le dice "sí" al ruido de la incomunicación porque el lenguaje como convención sólo trasmite superficie, una superficie tan personal como una piel a la que algunos les da asco tocar porque tiene pelo y a otros grima la Bodylotion. La personificación del silencio viene a ser la soledad, allí ocurren cosas a través de la multitud que nos habita. A veces ocurre que dos silencios/soledades convergen en una misma piel, en un mismo verso y la conversación fluye como una masturbación. Pero quién renuncia a la risa, quién puede renunciar a la erótica del ruido, a la mayoría del hablar, al tocar por tocar en pieles extrañas. Quién acepta ganar cuando se pierde. En esta rueda corremos como un hámster que regurgita versos para volverlos a comer. La risa nace del ruido, la emoción del silencio, por eso no se entienden ni se respetan. Y los domingos por la tarde sacamos al perro y revolvemos el pelo del hijo, porque necesitamos la caricia, la palabra, la piel hueca del ruido, demostrando a la conversación la cara del imposible cotidiano. Este silencio por escrito, no es más que un pozo de risa. Un descojonarse en la cara del ruido (también el silencio ríe) mientras otros ojos/manos culminan el orgasmo de la empatía. El ruido, en su naturaleza de risa, sólo requiere un latido pero todo sístole necesita su diástole que le empuje a la existencia. Para tomar el pulso hay que callar, poner la cabeza sobre el pecho de una emoción y reconocer así la vida. 

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