A Mónica,
que levanta mis ojos
cuando agacho la mirada.
Hay un hueco detrás de cada
letra, una realidad que mengua o crece al ritmo del conocimiento. En el
capricho cotidiano, a veces se instala un farallón: ojera de insomnio y pureza.
La imposible certidumbre de salvarnos de nosotros mismos, de no sucumbir ante
nuestras preguntas, nos coge en la primera mano.
La mano se trasforma hasta llegar al nosotros. Veneno y silencio, la
ese abriga con su memoria de molde, y vamos poco a poco hacia el casi nada. Allí
existe una certeza de pestañas y se puede hablar de lo que no se quiere: “Quédate”,
“Dame la mano”, “Prometo no preguntar”. Y cuando la tinta arañe la última
palabra, cuando el mundo se vuelva a su extinción (paso a paso en lo perplejo; corre una brisa) quizá un ocaso, haga llorar al cansancio.
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