“Sólo hay alguien que merece todo
mi desprecio y es quien siendo consciente es inferior a sí
mismo”.
Juan Ramón Jiménez.
El miserable, el monstruo que genera
sutiles atropellos, se engendra en lo habitual. Es la palabra tranquila
contenida en complejo. Quien no destaca por nada ni para nadie.
Quien piensa de puntillas para no despertar la conciencia que vigila desde el privilegio. Pero no hay sueño que cien años dure y
el ruido sale del tropiezo de un verso, un vino o un beso. Por eso el
mezquino no lee, no bebe y no besa. Porque la embriaguez convoca a
los espejos en el cara a cara de los ojos. Dejó de oir el
engranaje. El aro quedó atrás troquelado por el pistón de la compra. En la agonía se mata mejor, por eso el piso, el coche y el hijo justifican la conciencia. Por eso vive de puntillas. Por eso la importancia cede, por eso se levanta el
miedo con arena de perfil. El mezquino repta poco a poco, porque le
asusta lo mayúsculo. Su naturaleza le excluye de la grandeza del
oprobio. No encona la molestia ni la caricia porque piensa que
desgasta, y olvidó la bondad de los entierros. Es la nariz de la
náusea, la arcada que cristaliza en asco. La podredumbre
que habita en los despachos.
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