Existe una simpatía de
urgencia, una mirada que confía en los ojos, una media hora tolerable. El
tiempo necesario para que la palanca arranque las palabras y comience la
necesidad de huida. El ojo puede ser un pecho, la recomendación de la
memoria o un egoísmo a la fuga. El encuentro es una orilla repetida, un
recuerdo que no alcanza su emoción, otra desilusión para salir corriendo. La
media hora es la cita del dentista, los quince minutos del médico, los cinco de la paja. Ese compromiso con la memoria que nos avisa de nosotros
mismos. Todos tenemos media hora buena, hasta que olvidamos el reloj y nos sale
la eternidad y la palabra. La pobreza, con su móvil que suena y su grito por
salir, nace con su cerveza nerviosa debajo del brazo. Media hora es suficiente
para decirse hasta nunca aunque se dice hasta luego. El tiempo necesario para
sentir lo prescindible. Cuando la mentira flojea y el rojo crece nos excedemos
y viene la resaca con su mejorhubieraestadoencasa. Así es la media hora:
traicionera, necesaria, previsible. Media hora es la media.
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