sábado, 27 de noviembre de 2021

EL PEZÓN

“Muchos son para hacerse camisetas”.

Antonio Orihuela.

“Más que aforismos, son versos”.

Pablo X. Suárez.

Hay que destilar el aforismo. Colgarlo de una nube y que aparezca debajo de una alfombra si acudes a tocarlo. Que te sopape la cara con su mano de Pedraza si le molestas mucho. Puede ser un verbo pero no el verbo ser. Una caricia que llama y quema, que arrasa con el ímpetu de un verso y la mesura de un refrán. Tiene el fleco descuidado, las carnes prietas y un trapo en la garganta. No admite el tobe estático. En poesía nada es si no duda un poco. Quien no escucha no puede acertar y no hay mejor oído que un beso. El pezón no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve. Y en este oleaje surge la emoción. En este trasiego sobran los adjetivos y los verbos se caen por el vértigo de la paradoja. Ocurre que los sustantivos vuelan, llevan la brisa en los labios y dejan sobre el folio la palabra mariposa. La metáfora sale de su caño si tocas la vocal que cierra su cerrojo. Coña, cuño, ceño, están ahí, nerviosas palabras que necesitan un ojo que las toque de perfil, para soltar su confeti inagotable. Sabemos que ha llegado el aforismo cuando suena un abanico, cuando cede el aire si dejamos de pensarlo. Shakespeare preguntaba a Lorca por su calavera verde. Pobres ingleses que son y están, sin matices. El verbo tiene su lápida, su eco de púlpito que la emoción escupe. El adverbio, como cualquier camaleón, mira con un ojo a la espada y con otro a la espalda. El gerundio se va con Fernando, al séptimo pretérito de otra historia. No, el aforismo niega y se escapa por la o. En la perplejidad se afirma. A veces pide un corte, un tajo certero a lo manido. Sí, ya sabemos: basta lo suficente, fracasa mejor, escapa por libre. Recurre a la pincelada, traza perfiles. Proyecta futuros en condicionales imperfectos que asimpla si puede. Se neologiza, se tira al cuello del cieno. Se mete en el culo de algo para que te salte la fonética a los ojos como un gapo de atención. El aforismo no quiere que te duermas. Odia a los lectores industriales, quema las babelias y las librerías más allá de Orion. El aforismo quema las costumbres, desata los cordones a las viejas, rompe las agujas de las inyecciones y tira los lápices a El Roto. Se queja en voz alta de las frases de carpeta adolescentes. ¿Qué culpa tienen? El aforismo viene del último eructo, de la bilis con hedor a semen de una foto de Gervasio Sánchez. De las preguntas que se apagan en las estrellas que no miramos. El calcetín tiene su punto, su roto para un desclasado, su sorpresa. El aforismo no entiende nada y lo disfruta todo. Sale de casa con sus manos en la cama como si fuera una pérdida de tiempo. Se cae al pozo o se tira, da igual, porque sabe que lo importante se traga. El aforismo escucha. ¿Por qué ya nadie escucha? Se sienta en las sentencias con su toga de tiempo y espera. Esa ceniza tiene algo. Esas letras con su apariencia en desgana cuecen el acero o la saliva. Derriten o matan a base de silencio porque el aforismo escucha. Escucha. ¿No lo ves?

1 comentario:

Caacanueces dijo...

Gracias Jonás por la disección anatómica que haces del aforismo.
La anatomía es importante para saber por dónde rajar en el quirófano. Es una clase elevada para los huérfanos de escuela del franquismo que siempre supimos que en el lenguaje había magia pero nunca llegamos a descubrir el truco.