miércoles, 4 de enero de 2023

LA TOMA

Fui a tomarla y me encontré con La Toma. La Nochevieja bien. Su borrachera, su muchedumbre y su confeti en el vaso. Su verbena cutre y sus fuegos artificiales que rozan la tragedia. Lo normal. Al día siguiente, recuerdos de amnesia y ponerse cultureta. La calle del Centro José Guerrero, en Granada, sin acceso porque linda con la Capilla Real donde andan (es un decir) los Reyes Católicos. La calle (es un decir), cortada por la cinta de plástico decadente con que se perimetran las advertencias. Me asomé a la calleja para ver si El Museo estaba abierto. Luz había. Tres trabajadores dentro. Su indumentaria delimitaba su categoría profesional. El de la porra, guardia de seguridad; el de calle, ordenanza; el de uniforme, vigilante de sala. Tres controles para un centro vacío y custodiado por una cinta de plástico que negaba el paso a mis canillas. Asomé la cabeza. También había tres trabajadores (es un decir) fuera. “¿Se puede pasar a ver El Roto?”. Dos de los tres funcionarios arrugaron el ceño. En mis ojeras no vieron resquicios conmemorativos de municipalidad. También ellos mostraban su procedencia por la vestimenta: un local, de azul catequesis; un nacional, de azul violento; y un guardia civil, de verde orín, me miraban con extrañeza. El más culto de los tres asimiló que preguntaba por La Exposición cuando, en un giro involuntario de su cabeza, atisbó la alegría de los trabajadores internos. Con la magnanimidad que otorga haber completado la secundaria, el local se acercó con ademanes de sospecha para decir en confidencia: “Sí, pero después tienes que salir por aquí también”, mientras pisaba la cinta con su bota militar. Quedé atónito. Entramos al vestíbulo. Los tres trabajadores me miraron y me acordé del cuento de los cerditos. Su silencio, del que barruntaba una leve sonrisa, decía: “Sí, nosotros tampoco entendemos nada y también tenemos resaca”. Placa del Rey que inauguró este espacio el día tal. Tienda y catálogos, y un ascensor enorme. “¡Qué bonito!” dije, y nadie sonrió. La primera planta mostraba a un OPS rotundo. Percibí que la censura le dio un país y viceversa. Dibujos de trazo negro y mordaza blanca. Alas de asco y proyectiles en cubitera. La rehostia. Luego un vídeo en el pasillo del frío. Cuatro sillas de Berlanga dispuestas para que el visitante tristón coja el constipado y asiente la ciática. Andrés Rábago parece el mosquito del anuncio de Rapid después de un electroshock. Parece que una mano negra, de las que él dibuja, le ha quitado las alas y lo ha vestido de blanco para la cosa. Parece un monaguillo, carrilludo y septuagenario que pasaba por allí. Mientras cogía frío en aquella silla llena de ángulos, una caravana de romanos a lo registro en La vida de Brian, subía y bajaba por las escaleras de la gripe. Me olvidé de aquel mosquito blanco con mirada de Valium e imaginé lo que pensaría aquel destacamento cuando viesen las escenas de OPS. ¿Qué ocurré en el desierto cuando llueve? “Molesta y seca rápido”, respondieron sus pisadas mientras subían a lo alto de La Cultura para asegurar, quién sabe, más decadencia y maravilla. Seis vigilancias (tres dentro, tres fuera), separadas por un lánguida cinta de plástico. Sentí generosidad y pensé que El Roto, como el vacío de Machado, “está más bien en la cabeza”. Empezamos bien el año.

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