sábado, 4 de marzo de 2023

EL AULA



(Fotos: Mónica Marín Campo)
 

AULA DELGADO VALHONDO (28/02/2023)

(Centro Cultural Santo Domingo, Mérida)


Buenos días:

Alumnos, profesores, oyentes todos.

Como lo primero es antes, comenzaré por agradecer esta invitación a Eladio Méndez y Antonio Orihuela que coordinan el Aula Literaria Jesús Delgado Valhondo con tino desde hace años. Cuando veo la nómina de autores que me han precedido siento una sensación extraña. A algunos les llevo leyendo toda la vida, a otros incluso les he llegado a conocer y tratar de cerca, las más veces para desilusión mía.

Son pocas las ocasiones en que una obra literaria nos conmueve. Cuando lo hace, presuponemos en su autor ciertos valores que a menudo no tienen. Por eso cuando les tratamos en persona solemos sentirnos defraudados. Me ha ocurrido en ocasiones. Solo espero que tras este encuentro, no les pase lo mismo conmigo.

Llevo más de veinte años viviendo en Baños de Montemayor, un pueblo de setecientos vecinos al norte de la provincia de Cáceres, que linda con la de Salamanca. Para mí, venir a Mérida es, entre otras cosas, salir del alfoz de la provincia. Saberme acompañado, imaginarme rodeado de inquietudes parejas que -cuando se vive tan retirado-, se olvidan porque uno se piensa el único lector sobre la tierra. Aprovecharé que se cumplen 84 años de la muerte de Antonio Machado, para citarle con insistencia: “En mi soledad, he visto cosas muy claras que no son verdad”. Quiero decir con esto, que espero vuestra empatía literaria. Por eso, para mí hoy es un día de celebración y desde aquí mi agradecimiento para con vosotros.

Por otro lado, cada vez que me enfrento a un auditorio, siento la responsabilidad de tener algo que decir. Que después de este encuentro no salgáis con una sensación de pesar. Siempre tengo presente las palabras que Michi Panero dijo en la película El desencanto de Jaime Chávarri, a propósito de su hermano Leopoldo María: “lo peor que se puede ser en esta vida es un coñazo”. Aquella frase me pareció muy oportuna, y algo a tener en cuenta para cualquier acto al que uno se enfrente en la vida. No pretendo dar el coñazo. Decidí titular “Turra” a la antología de textos que tenéis, para disculparme de cualquier pesar, por aquello de que “quien avisa no es traidor”. Espero que esta disertación sea breve. Y desde ya os invito a que podáis acompañarla de algún comentario o pregunta para compartir la sensación de culpa que omite un sermón como este.

Sed, por tanto benévolos con quien les habla. Espero que estar aquí esta mañana, aguantándome, sea más agradable que estar en vuestras aulas (no diré celdas, aunque con la semántica en la mano bien pudiera), y sea una jornada agradable para vosotros también, por lo que tiene de romper la rutina. Todos sabemos que lo peor del siempre es el “Otra vez”. Y esta “turra” de hoy promete no repetirse.

Por otra parte, qué puedo deciros. Qué disertación no es un coñazo para la juventud. Además, no sé muy bien en qué consiste la utilidad del conocimiento. Soy poco práctico en general y tiendo a complicarme la vida. Me aventuraré a decir que casi nada de lo que os enseñan y probablemente, lo que aún os quede por estudiar tenga una aplicación práctica, más allá del hecho de obtener una titulación, que por otra parte os servirá de bien poco. Ivan Illich ya preconizó que en un sistema capitalista el currículum se compra. Nuestra clase política está llena de ejemplos.

Sin embargo, aquí estamos. Vosotros cumpliendo vuestro papel de buenos estudiantes y vuestros profesores cumpliendo con su función de buenos pedagogos; y yo achicando aburrimiento como puedo. El sistema lleva en funcionamiento siglos y nos tiene reservado un nicho a cada uno. Un papel que debemos desempeñar sin salirnos del guion establecido, algo que por otra parte nos ha venido impuesto.

Estáis a las puertas de ser adultos votantes. En el mundo de lo inmediato en el que vivimos, se nos conmina a respaldar cada “cuatro años” la “dictadura del número”. Así llamaban los romanos a la democracia. Si se os ocurre cuestionar esta libertad, un rodillo de leyes (nadie hablará de justicia), os espera para aplicaros consenso, sistema y valores. Por tanto sean benevolentes conmigo. Esta “turra” que os voy a pegar, no es nada para lo que os espera fuera, si no tenéis un buen padrino.

También pido generosidad hacia vuestros profesores. Sé que estoy equivocado, pero quizá ellos, como vosotros, también sean víctimas de un sistema que cercena las vocaciones. Hay que ser un verdadero talibán de la enseñanza para mantener la voluntad pedagógica intacta, sin que añadas de estudios mengüen las ganas de ejercer. Sin que interinidades, traslados, endogamia departamental, oposiciones ante la casta de los tribunales, y otras arbitrariedades de cuyo nombre no quiero acordarme, marchiten la ilusión.

Por eso, os pido comprensión para ellos. Algunos docentes quizá -es un decir-, puede que vieran en la enseñanza la única forma de encontrar un salario digno para sobrellevar la existencia con decoro. Es un decir, ya digo. Por mi parte, os confesaré que mi vocación de bibliotecario fue premiada con tres años de prácticas, en las que lejos de cobrar, debía pagar mis correspondientes créditos al ser parte indispensable de mi titulación. La Universidad -¡bienvenidos a los estudios superiores!- se aprovecha de sus propios estudiantes. De no existir el eufemismo de “becarios” se llamaría “explotación”. Con mi diplomatura debajo del brazo fui contratado como Administrativo. Mi penúltimo libro “Pezón” se lo dediqué a “D. Ángel García Calle quien tras 4 años de carrera, 15 como administrativo, una amenaza de despido, 4 abogados, 3 juicios y 2 años de pleitos me convirtió en bibliotecario”. Como epílogo diré que ayer mismo tuve cita con él, porque el asunto sigue coleando.

No soy tan pretencioso como para creer que mi vida laboral sea exclusiva. Creo que, amén de coñazo, también os resultaré un tanto agorero.

Siento deciros que cada uno de vosotros deberá lidiar con su destino como mejor pueda. Sed benévolos con vosotros mismos. Nadie eligió nacer. Ni lugar, ni familia, ni cuerpo, ni capacidades. Además, os recordarán -no lo dudéis- que nacisteis en el lado privilegiado de la existencia. Que unos kilómetros al sur, la cosa hubiera sido mucho peor. Os recordarán -no lo dudéis- que lleváis la palabra “privilegiado”, tatuada en la frente. Aunque sintáis desasosiego, lo llamarán privilegio. Entenderéis rápido lo que vale un eufemismo, y que las cosas esenciales de la vida no se eligen. Trataos bien por tanto. Somos víctimas de la existencia. Como dijo Blas de Otero, “aquí no se salva ni Dios. Lo asesinaron”.

Por último, sean benévolos conmigo (mil disculpas de antemano). Uno, no puede rechazar la cortesía de una invitación como esta. Para mí, que vivo en la más anodina de las rutinas -no olvidéis que soy bibliotecario-, este encuentro representa una forma de romper el silencio cartujo de mis cavilaciones. Poder reflexionar en voz alta, acerca de lo que ha conformado mi manera de estar en el mundo: Leer y escribir.

A menudo, quienes se deleitan con la lectura suelen menospreciar (por acción u omisión consciente) a aquellos que no encuentran disfrute en las páginas de un libro. Confundimos conocimiento con lectura. En realidad, no sabríamos definir con precisión a qué nos referimos cuando hablamos de Cultura. Es probable que, cada uno de nosotros tenga su matiz de lo que la palabra significa. Los medios de comunicación, hablan de “cultura gastronómica”, “cultura del vino” o incluso titulan las fiestas “de interés cultural”. Cuando se ponen macabros hablan de “política cultural”, “cultura de la cancelación” y hasta un jocoso “matanza cultural” he llegado a leer en un diario de la región. Bajo el ala de la cultura, todo se reviste de un halo de suficiencia. Cabe y vale todo.

No olviden que la Cultura es un mito (lean a Gustavo Bueno si quieren). Gracias a la Cultura las constructoras de este país edificaron o reformaron cientos de millones de euros. No solo se hicieron aeropuertos. Cada ciudad tuvo su Museo de Arte Contemporáneo, su Palacio de congresos y su etcétera de vacío. Grandes fortunas se generaron a través del mito cultural. Atresmedia/Planeta o Amazon son solo un ejemplo.

El Roto, en una de sus geniales viñetas decía: “Si no los lees parecen libros”. Con esta rotunda sentencia nos avisaba acerca del trasfondo de las apariencias. También Antonio Machado decía en su imprescindible Juan de Mairena, que antes de enseñar a leer convendría saber para qué leer. Hoy, quizá, se lea y se escriba más que nunca como sabe cualquiera que tenga instalado la aplicación de Wasap.

¿De qué sirve entonces leer y escribir?

Creo con firmeza que la lectura y la escritura no sirven para nada. Lo dice alguien que lleva treinta años leyendo y escribiendo, y además es bibliotecario. También creo que la comunicación es imposible. Al igual que la amistad, solo es factible entre iguales. Es más, creo que gran parte de lo que llevan estudiado, así como lo que estudien en el futuro será casi superfluo.

No considero que leer y escribir sea mejor que correr o pasear. Siento una envidia cainita por todo aquel que se pasa la vida acodado en una barra, trasegando alcoholes mientras vocifera cualquier gol. Tengo profunda admiración por quienes conocen los vericuetos de las manualidades, quienes ejercen el punto de cruz o practican la filatelia. Me humillo frente a quienes visionan cada noche un Reality o rastrean las plataformas por el mero goce de buscar. Siento respeto por quienes son capaces de tener el televisor encendido, mientras atienden varios chats y comentan su estado. De verdad, me encantaría disfrutar de cualquier pose. Encontrarme a gusto entre la masa (en mis veinte años como cacereño aún no he ido al WOMAD). Me gustaría creer con firmeza que estoy en lo cierto. Sentir los colores de mi equipo, mi partido o mi utopía. Lo siento, sabréis disculparme, pero yo antes no creía en nada, y ahora ni eso.

La lectura como una parte esencial de lo que llaman Cultura, se suele revestir de un aura casi mística que como todo aura (y todo misticismo), suelen ser falsos. También la escritura se decora con respeto. Que no se engañe nadie: el lenguaje no nació para dar cobertura a la emoción si no a la contabilidad. Los primeros textos escritos hablan de cantidades de grano y no de la belleza de la espiga.

El lenguaje nació con vocación fiscal. Casi cualquier invento, progreso o tecnología, resultaron de una motivación de control. Podemos caer en lo simplista, pero no solo la policía proporciona “seguridad”. Los políticos controlan las leyes que los jueces ejecutan. Y en esa cadena industrial de monitoreo hasta los bibliotecarios somos policías, de la lectura en nuestro caso (y hasta ponemos multas). El profesorado -es un decir- hace lo propio con las distintas materias que imparten, con unos temarios aprobados con censura previa por parte del Ministerio de turno. Los religiosos inspeccionan la moral, los sindicatos las luchas de los trabajadores. Los medios de comunicación se ocupan del pensamiento y nosotros les entregamos lo que nos queda de intimidad a través del teléfono móvil. La pistola distingue al policía, pero en democracia todos somos guardias de algo, y el lenguaje se convierte en eufemismo: llamar seguridad al puro control es un ejemplo.

Interiorizamos tanto la vigilancia que confundimos el miedo. Justificamos la tutela como parte inevitable de nuestra seguridad y no sentimos la violencia que conlleva ser espiados. Somos presuntos culpables mientras no se demuestre lo contrario. Si no lo han hecho ya, lean El proceso de Kafka, o 1984 de George Orwell, y sientan un poco de asco decente.

A menudo, se ha considerado a la lectura como un vehículo exclusivo para llegar a la Cultura. Como premisa que asiente el cordel de este discurso, diré que Cultura sea: aquello que aporte inteligencia e inteligencia aquello que nos confiera capacidad crítica. Dicha destreza debe aplicarse primero sobre uno mismo. Qué somos, qué hacemos, qué podemos cambiar. Bajo este prisma de Cultura-inteligencia-capacidad crítica, la lectura puede aportar visiones de la realidad que consoliden esta terna de valores. Conceptos imprescindibles para darnos cuenta de que podemos ser poseídos por aquello que pensábamos poseer (lo mismo da la hipoteca de la vivienda, del coche, que un teléfono, una afición o un cariño al que llamamos amor).

Pero, ¿es que no hay más camino que la lectura para llegar al conocimiento? La razón me da muchas certezas para afirmar que hay senderos distintos y distantes para conocer. La realidad se empeña en demostrarlo.

De entre mis tres hermanos, Abel (segundo en llegar), es músico callejero. Algunos le conoceréis. Podréis haberle visto tocar en las plazas del casco antiguo en la ciudad de Cáceres. Tiene a gala no haber leído un libro en su vida. Sin embargo, pocas personas tienen una Cultura más sólida que la suya. Sus libros han sido las calles, los viajes, la experiencia humana en su más variada extensión. Tiene una inteligencia instintiva, refractaria a la lectura. Además, para expresar el basto universo que lleva dentro, utiliza el lenguaje de la guitarra. La música es su vehículo de expresión. Es un enorme tímido que se agazapa, tras las notas que expanden las cuerdas que tocan sus dedos.

Podría hablar de la sabiduría popular que mana de los escasos mayorales que todavía habitan nuestros pueblos; para ellos la prisa no existe y en la cadencia de sus tranquilos paseos demuestran que “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”. Vivieron en la costumbre de ver crecer los pastos y agostarse el follaje. Su vida les llevó a contemplar la lluvia, el sol, el relente y el rocío. Asistieron a los cambios que la naturaleza trae sin inmutarse. Asumieron como algo natural las tragedias, porque asistieron, sin alardes, a la enseñanza de la intemperie. No les hizo falta leer a Juan Ramón Jiménez. El moguereño escribió: “No corras, ve despacio, que a donde tienes que llegar es a ti mismo”.

Hay, por tanto muchas formas de Cultura, de inteligencia y de capacidad crítica.

Tampoco hay que mitificar la vida rural. La endogamia social de sus gentes puede generar Puertourracos. Miserias y ruindades que alimentan la violencia de Las Bestias. Abulia, desidia y egotismo. Nacer no otorga humanidad y lo humano que no se ejerce se marchita. “Lo que no se da se pierde”, decía don Machado. Lo urbano no va mucho más allá. Viví en Madrid mis primeros veintidós años y sé que en su trasiego la vida se olvida de sí misma.

Hoy, disponemos de una herramienta sin geografía que contiene un agujero negro de conocimiento. Me refiero, claro, a Internet. Decía, de nuevo, Antonio Machado que “El ojo no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. La web no nació para que podamos tener el universo al alcance de la mano. La tecnología tiene gatillo. En su origen, la red fue un invento militar, al que decidieron sacar mayor partido. De manera residual, hay quienes saben estrujar la herramienta y van mucho más allá de subir su intimidad, su vanidad u otras formas de infantilismo, a cualquier red social. “Todas las redes son redes de pesca”, dijo El Roto. De nuevo acierta. Todos sabemos cómo de cualquier hilo o de cualquier tweet nacen enrevesados procesos judiciales o censuras de toda índole.

Sin embargo, mi sobrino ha aprendido a tocar el piano a base de vídeos de Tik-Tok y yo he podido investigar a fondo multitud de temas sin salir de mi pueblo. Hace apenas veinte años me habría costado cientos de horas en desplazamientos y búsquedas de archivo. Internet no se hizo para hacernos más cultos, pero puede sernos de gran ayuda si estamos prevenidos. Así, podremos acceder a diversos repositorios documentales donde bibliotecas, videotecas y fonotecas están a nuestra disposición a golpe de click.

Don Machado decía que no hay que jactarse de autodidacto. “Es poco lo que uno puede aprender por sí solo, pero ese poco es importante y además, nadie te lo puede enseñar”. Por eso, la esponja de la inquietud debe absorber cualquier agua. Acercarse a un charco, un río, a un pozo o al mar. Dejarse llover encima, o recoger con los labios su saliva, puede servir de aprendizaje. Si un ojo llora hay que beber esa lágrima, porque detrás suele haber una injusticia.

Hay que cultivar la mirada, saber mirar para ver. En un bodegón no solo hay pintura, también hay luz, gastronomía, cerámica (si hay platos), carpintería (si hay mesa de por medio). Si nos sentamos a mirar “los hechos consuetudinarios que acontecen en la Rúa”. Podremos encontrar la sociología cotidiana, a través de lo que pasa en la calle. A quién vemos, qué edad tienen, cómo visten, de qué hablan y cómo lo hacen. ¿Crece la flor? ¿Se ha secado aquel árbol? ¿Quién recoge la basura? ¿Cuánto cobra? ¿Por qué no reclaman sus derechos? Creo que es bueno preguntarse y preguntar. Preguntar es una forma de mirar. La pregunta, responde un poco.

La realidad se muestra sin pudor. Está dispuesta a que nuestra mirada aprenda y aprehenda (con hache) el universo que nos ofrece.

Hay quien me pregunta cómo soy capaz de ver lo que escribo. Muy fácil, sólo hay que aguantar la mirada a las cosas. Quitarse la realidad como una prenda y sentir la poesía como la sangre que da la emoción al mundo. Si aguantas la vista a un lapicero, de sus rayas emerge la jirafa como nace la mariposa si mantienes los ojos en la primavera del gusano. Del folio brotan las palabras de un verso como si fueran las varices enamoradas de un cuaderno. También hay que leer un poco a Ramón Gómez de la Serna, y observar a Francisco de Goya. Luego, basta con quitarle las legañas al oído y tener una mano cerca, si es posible conocida. Leer mucho a Machado, a Cervantes, a Lope y a García Lorca, hasta que la tinta nos rebose por los dedos, como un agua que nos mancha sin remedio y nos tonifica.

Escribo para darle voz a las cosas, todos sabemos que una hucha es un avestruz que pregunta por sus brazos. Que pide nuestra clemencia, con sus ojos monedita, a través del hueco de un barrote. Con la lluvia, miré un segundo al paraguas y enseguida salió la seta mecánica que esconde. La poesía es lo contrario del miedo. Es poner el cuenco de las manos para que se pose la armonía, sin que importe que te vean. También hay que olvidar mucho, que la casa es grande, por ejemplo. Hay que olvidar entender, y encerrar las matemáticas en un cajón por más que chillen las sinalefas. Hay que observar a los gatos con su movimiento de serpiente y mirar a las serpientes con su reptar de duna. Y una vez vistos, saber que todos son sinónimos de agua, de la ondulante sed que nos marea. La mirada es el fonendoscopio del poeta, su bisturí y su remedio. El matiz, ese dedo con que giramos las palabras, abre o cierra las heridas. Y lo fundamental: que nada sea definitivo. Que nadie escriba, no lo aceptéis, la palabra importante. (Pausa)

Sin querer, reconozco en esta “mirada” a la poesía, esa emoción que nos humaniza. También hay lírica en el regate de Messi (sin entrar en su obsceno salario). En el orgasmo de Apolonia Lapiedra, en un cuadro de Zöbel, en un ajo bien plantado, en un jersey de lana gordo y en la baba de un viejo. Hay poesía en el porro que se pasa, en la caricia furtiva por debajo de la espalda y en el ojo que se encharca. El poema está debajo de las piedras, en el ocaso y en el alba, y hasta en la mierda que pincha un palo. La emoción nos hace humanos. Hace que la sangre duela aunque no haya sangre ni herida siquiera. Somos lo que sentimos, la poesía que se comparte. A unos les sale en forma de albóndigas, y otros hacen cuadros. La poesía tiene muchos lenguajes, pero si la distingues te da igual que se calle. Reconozco la emoción por las huellas que deja su silencio.

¿Si la Cultura puede venir de muy distintos lugares, por qué leer?

Convendría citar algunos datos. Cada año se publican, solo en España alrededor de 80 mil títulos distintos. Una persona con un buen hábito de lectura puede leer si llega a octogenario, alrededor de 7 mil libros. La criba se hace necesaria. ¿Qué leer por tanto? Las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas de la II República confeccionaron un listado de apenas unos cientos de volúmenes esenciales en sus materias. Hoy las Bibliotecas se pueblan de miles de ejemplares de historias anodinas, temáticas desinfladas, lectura fácil y literatura de aluvión que alimentan los pasatiempos del lector industrial. Me refiero a aquellos que solo buscan en la lectura su particular sudoku, con el que pasar las desvencijadas tardes de aburrimiento, cuando la parentela se pone insoportable o como último recurso frente al insomnio. En la biblioteca, el ochenta por ciento de la gente me pide “libros para no pensar” o “libros para dormir”. El otro veinte por ciento me pregunta dónde está el baño.

De manera inevitable, hay que asumir la diferencia. Aquello que para mí resulta imprescindible, para otros ni siquiera les pasa por la cabeza. Pero no lo hacen por molestarme a mí -no hay que ser tan pretencioso-, simplemente su genética, su educación y sus complejidades, les llevan a ser nuestro distinto. También existe -no lo olvidemos-, el cabronazo integral. Decía, que lo inevitable ocurre entre miembros de una misma familia (ya cité la agrafia de mi hermano, frente a mi bibliopatología). Podemos comprobarlo en semillas regadas en un mismo tiesto, y hasta en gatitos de una misma camada. La vida es, por definición, diversa, compleja y caótica.

Vayamos afinando. Qué libros leer entonces y por qué leerlos. Hay ciertos libros que nos aportan placer, divertimento y son buenos. Hay otros que, además, nos aportan conocimiento y son mejores. Y finalmente están aquellos que nos cambian, que nos remueven por dentro, que apuntalan la gruta emocional que creíamos desmoronarse y son los imprescindibles. No somos lo que somos si no el cambio que nos hizo darnos cuenta de lo que éramos. A menudo la familia, el entorno, la educación, nos entorpece. Nos ata con su cariño vigilante. Cuidado: de bondad también se mata. A través de ciertos libros, de ciertos contactos o experiencias, percibimos que estábamos equivocados. El cambio, ese cambio, que llega desde quién sabe dónde, se puede asumir como liberación y no como pesar. Solemos decir: “no cambies nunca”. Yo creo que hay que “cambiar siempre”, es un decir, para poder fracasar mejor.

En lo personal, las lecturas que más me han aportado, han sido aquellas que versaban sobre temas extraliterarios. He aprendido mucha poesía leyendo ensayos sobre genética, sobre la condición humana en libros sobre etnofarmacología. He visto a Juan Ramón Jiménez en los cuadros de Joan Miró y he aprendido política con la arquitectura de Sainz de Oiza. Creo en la máxima de que “quien solo sabe de lo suyo, ni de lo suyo sabe”. “Creo, y en razón lo fundo” que una melodía sugiere un color, que un color pide una palabra, que una palabra puede acariciar y que la mirada resucita o mata al capricho de unos ojos. Digo, que la sinestesia ayuda a ensanchar la percepción.

La ventaja de la lectura es su aparente simplicidad. Gana a la música porque no hace falta cargar con el instrumento. Se impone a la escultura o a la arquitectura ¿Quién puede ir con su torno o sus edificios de la mano? ¿Qué aficionado a la pesca puede capturar una trucha en el autobús? ¿Cómo se juega al tenis en el tren? ¿Cómo enciendo la consola en la sala de espera de un Hospital? Ni siquiera el dibujo, simple como una libreta o un lapicero, tiene su apoyo cuando se le necesita.

La lectura solo pide ojos y libro (y ya hemos visto que hasta el libro sobra). Se puede leer el tacto de una mano con los ojos cerrados, el perfume de un cabello y el recuerdo de aquella pesadilla que nos despertó. Leer va más allá de las palabras, es un pensamiento que escribe, que razona, sin necesidad si quiera de ser escrito. El lector, recrea en su cabeza el universo. Es un creador total. Depende de su bagaje para traducir al propio imaginario cada palabra. Escribir no necesita papel. Juan Rulfo llevó en su cabeza “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” durante años. Pedro Garfías recitaba sus poemarios de memoria a los editores. La memoria nace como despensa de la lectura, y a ese hambre le llamamos conocimiento.

Escribir es la exteriorización de una óptica porque el escritor va por dentro. Hay poetas que con sentir el poema le resulta suficiente. Otros necesitan verlo publicado. Otros que, además, necesitan ser premiados, reconocidos y hasta leídos. Hay quien nunca tiene suficiente. La vanidad no mejora la calidad de un texto, pero ayuda a compensar nuestros complejos y hasta alivia la economía de según quienes. “Todo necio confunde valor y precio”, decía don Machado.

Pero, si algún valor hay en la lectura (me refiero a esos libros que te cambian, a los libros que te convierten en el escarabajo de Kafka), si algo aporta la lectura, frente a otros placeres humanos, es que nos mejora la soledad. Nada aguanta un para qué. Sin embargo, en ocasiones, la naturaleza caótica de la existencia produce fugacidades de ilusión a las que persigo como se merecen. Como las olas del mar que golpean con eternidad a las rocas, empujo mis metáforas con el deseo de que alguien, algún día, pueda tumbarse en la arena de sus playas.

La poesía reviste de intimidad al solitario. Cimienta el lugar donde se es uno mismo. La lectura a solas, en este mundo de inmediatez, promete satisfacciones a medio plazo. “Largo me lo fiais” decía Sancho a don Quijote. Sin embargo, algunos libros, ciertas palabras, nos trasforman. La razón humana se nutre a través del pensamiento que las palabras articulan. El lenguaje no lo es todo, claro, pero nos determina en gran parte y, a través de la poesía, se convierte en lo que los demás saben de nosotros. Es la llave de acceso a lo comprensible. Lo que no tiene lenguaje se reviste de misterio, un terreno que solo la metáfora puede iluminar. Y aquí reside la esencia de la lírica. El valor que distingue a la escritura es su capacidad para alumbrar el ángulo imposible.

El hombre nace solo y muere solo. Sabedlo. El amor son dos baldosas. La convivencia lejana de dos límites inmediatos. La solidaridad y el abrazo, duran un instante. Son un excedente necesario que nos humaniza. Que nos hace creer en otra posible realidad. Bien está. Pero ninguna piel nos toca por dentro. A veces, ni nosotros mismos somos capaces de entendernos. La soledad tiene la edad del sol y es la esencia de la vida. La vida será lo que hacemos para compensar a nuestro solitario. Hay que enriquecer la soledad. Que en cada retiro habite mucha gente, que se pueble de memoria, de actos, de recuerdos que ensanchen las paredes del conocimiento. La memoria destila tiempo y acumula multitudes para el goce. La soledad es la esencia del individuo, de la inmensa minoría.

Ahora mismo, cada uno de vosotros, pese a estar junto a otros compañeros, pelea con su entendimiento en soledad. Escuchando mis palabras, uno pensará “qué pesado”, otro habrá desconectado hace tiempo mientras posa su mente en la anatomía de algún compañere, con permiso de la Ministra. Para esa soledad sirve la lectura y la escritura. Para mí, estas dos palabras se resumen en una: poesía. Para mí, poesía es sinónimo de mirada, de emoción y de metáfora. Puestos a decir chorradas, diré que la emoción poética no es necesario entenderla. Basta con disfrutarla.

La poesía es el arte de temblar, el lugar por donde no ha pasado nadie, una mariposa que vuela porque duda. Nace del mudo que grita ante sabernos solitarios. Nace con vocación de latido, de encontrar la empatía que nos reconforte. Necesitamos saber que no estamos solos, aunque así sea. Necesitamos mentirnos para sobrellevar la existencia. El poema es una mentira verdadera. Una exageración que nos ubica. La metáfora clarea emociones y nebulosas. “Se miente más de la cuenta por falta de fantasía, también la verdad se inventa”. De nuevo don Machado.

Y ya, voy acabando. Remató el perfil de mis mentiras.

¿Qué es para mí la poesía? ¿De dónde nacen mis poemas? “El arte es largo y además no importa”, nos recuerda don Antonio. Yo veces salgo por la noche a buscar versos. Salgo al encuentro del otro lado. Intento sorprender a las cosas.

Si dejamos que las palabras sientan, si esperamos, si dejamos que el misterio las roce con su brisa de noche, las palabras desprenden su matriz. Son veladuras. Sutilezas que cambian su definición a través de la metáfora. Hay palabras puente. Nexos levadizos hacia lo sutil. La palabra “cosa”, como la palabra “algo”, son brochazos cargados de desdén. Hay que saber mirar, olvidar la evidencia de la forma para entrar por el culo del conejo de Lewis Carroll, porque cualquier ano apunta una sugerencia.

El infinito se concreta si te acercas lo suficiente. Más adentro en la espesura, verás como la e se desprende de su crisálida de o, para ser una l que vuela. El día y la noche no son más que un abrir y cerrar de dientes. La palabra sabe que el verso empuja el corazón. Por eso nos detiene delante de la nada y nos suelta la mano. La palabra corta las cicatrices. Hay alas por todas partes, vuelos y viajes que nos necesitan. Ojos como niños asustados, pozumbres, sillonías, caritrezas. No sé, escribir «no sé» es decir «sé algo». Escribir «sé algo», es decir «no sé». En este juego se mueve la poesía. La poesía es nocturna. Sale pasada la medianoche y se esconde antes del alba.

Cuando el ojo se cansa, cuando la grava entorna la mirada y el sueño febril del cansancio nos embriaga, hay que tirarse al pozo de lo íntimo. La mesa enseña su pierna de barniz y recuerda el árbol que lleva dentro. Nos seduce con la mirada muda de los ciegos, con la tranquila presencia de lo importante. Una jauría de silencio despierta a los cojines empachados de espuma. La paredes se estiran como un gato de pétalos. La poesía necesita acostarse tarde, para olvidar el cáncer de la molestia. Cada vez que se interrumpe un poema, se apaga un misterio y se recalienta una sopa.

La poesía tiene la fuerza de la madrugada y un caudal de aes en marabunta. La noche es un pequeño corte cerca de la luna. Parece una mañana en prosa, el brocal del selfie del último premio Loewe. El gamusino de la metáfora se caza mejor en las camas del insomnio. La poesía vive debajo de las piedras y se esfuma cuando crece la levadura del alba, como si alguien abriese la puerta de la angustia y se escapara el gato.

A la poesía hay que esperarla con la tinta puesta y el corazón solitario. Hay que tener el adjetivo cansado. Hay que esconder los pañuelos y sacar las cucharas. Hay que decirle a las macetas cuatro cosas sin que nos oigan las fotografías. La poesía tiene oídos de sobra y se entera de lo que no queremos contarle.

Detrás del paisaje, al lado de la montaña, se ve una pasión agazapada que habla con los árboles. Cada casa tiene su poesía y su olor a genoma. La poesía es el genoma de las casas. Es la diferencia trasparente. Exagera y se queda corta. Llora como un cocodrilo blanco. No sabemos nada de ella, como si fuera un universo extraño, al que se acecha de madrugada.

Lo siento. Sí. Siento haber sido un coñazo. Disculpadme a mí también, pero cuando se vive en el alfoz de la provincia, a veces necesita uno traicionarse. Saberse acompañado, compartir la soledad para regresar de nuevo a la cálida madriguera de uno mismo. “Tengo a mis amigos en soledad, cuando estoy con ellos que lejos están”, dijo el poeta.

Os doy las gracias por vuestra atención, y les pido disculpas. Quizá alguno de vosotros o vosotras haya sentido como cercanas, estas cavilaciones.

MUCHAS GRACIAS A TODOS

 

Turra (antología de textos). PDF descargable 

4 comentarios:

Chiloé dijo...

Dominas la inspiración y la alta precisión. Quizá sea por eso que sonríes siempre... Ahora también en serio: Seguro que tu auditorio quedó seducido. Como yo.

jonassanchezpedrero@yahoo.es dijo...

Muchas gracias por tus generosas palabras. Fuerte el abrazo.

María Carvajal dijo...

Magnífico texto para disfrutar y reflexionar. Eres brillante.

jonassanchezpedrero@yahoo.es dijo...

Gracias María. Un abrazo.