miércoles, 17 de mayo de 2023

EL ANO

Ni siquiera es blanco. No llega a nada. Es una calma que interrumpe un nombre, un saludo o cualquier derrame. Como un soplo que desmonta las hojas secas. Se nos va la mirada al cielo -decimos- aunque esté con los brazos tras la espalda. Pasea en calma. No llega a ser triste. Es la tristeza del no llegar, como la derrota de las huellas que se secan cuando salen del agua. Como las ganas que seca el tiempo, como si cualquier idea tuviera un fondo de libro, como si hubiera que dar trascendencia a este cansancio, como si comparar fuera el tabique donde apoyar lo inasible. De repente, la palabra se yergue, hace efecto y no sientes la angustia sobre la espera. Y me pregunto qué hago aquí sobre mí mismo. Y parece ya no es el verbo, y el blanco se ha ido y el ritmo coge cadencia, como si fuera su risa quien llegara al galope de sus ojos. La palabra -que no llega nunca- apunta, cuestiona los bocetos como respuesta (paradoja tranquila que le canta a los niños). La infancia enloquece porque nadie les nana. Es la tragedia del blanco atrapado, la locura estática de una pastilla, el ritmo violado y la mordaza de la piedra en un cristal con Betadine. Los niños crujen las hojas con los dientes y no tienen dientes porque no tienen blanco. No tienen brazos, ni preguntas porque son una píldora en cuarto creciente -a veces sin cuarto-, y la emoción se para sobre el plástico de una jirafa enterrada. La idea negra no lubrica los dedos y el ano te mira como un placer lejano, como si los ojos no hablasen por ti. Entonces, hay que volver a la nube, observar una hormiga y entender a las piedras. El blanco vuelve a su sitio, la palabra se descompone y su líquido termina poemas precipitados.

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