Como
cuando Epi tiraba ya pureta, como la huevera de porcelana y la
estilográfica. Como el lametazo en la oreja de una menopausia furtiva. Hay cosas que se van de tiempo, pero sirven, valen,
como el vuelo de un camaleón. Los de lo póstumo tenemos que mirar
el diccionario porque pensamos que Ida está de vuelta y nos juega la
metáfora, pero no. El camaleón es un pájaro que le molaba a
Leonardo «questo vive d´aria» por lo visto en la cita. Hostia,
pues ya me ha girado un cojón. Arranca con Los juegos de la ira en
una pátina entre Kafka y Ayalafrancisco. Una retranca un poco
Monterrosa que te deja con un sabor a sutileza en los ojos. Vitale,
claro, así se llega a los cien años, como una Hoffmann de lisergia
poética porque no hay otra no te jode. Mafalda arrugada por la acidia de los
versos. Niña desflecada por el genio de lo ajado. «Un reglamento se
posó sobre un tejado»; a mí me la suda que sea un balón porque
ya me ha pegado el pelotazo. Es el Diles que no me maten, en
femenino, en uruguayo de Cervantes, en residencia de ancianos. Como
si alguien le acabara de grabar un documental, con esa tristeza.
Donde vuela el camaleón cuenta que lo mejor de los poetas es cuando
se olvidan de serlo, cuando se la suda (o como se diga en feminismo).
Es escribir bien, que se note y lo parezca. Con ese granito de
misterio, ese no enterarse de nada que pasa en las pelis de David
Lynch, en el Lorca de las conferencias telúricas o los silencios de Kiarostami. Los
géneros se la sudan a Rulfo, a Umbral o Valle. A Sánchez Ron,
Merlyn Sheldrake y Richard Feynman. Porque todos llevamos mierdas
dentro sin las que el homo siemens que somos no sería el homo
sapiens que quiere Linneo. La realidad desborda lo complejo. Como una
lengua sin concha que deja regueros de hambre y lametazos a partes
desiguales. Mira que no me quiero poner bibliotecario, pero La
Celestina, El llano en llamas o Platero y yo, son ejemplos de Zöbel,
de brochazos difusos con la ligereza de lo bien pegado, como el
sobeteo zorrón que decía antes, creo. El Mairena de Machado, las
nebulosas de Ramón o el sueño que va sobre el tiempo en el caballo
de Camarón. Claro, Lorca también lo sabía. Pues va, Ida Vitale, y
se deshace en rotundo. A veces se pone homérica y nos deja migas de
latín para que le sigamos el rastro a su castellano por el sendero
del diccionario mitológico. A veces, a voces. A veces susurra. Con el gracejo
destilado de los abuelos Jünger, Ida -tan uruguaya ella- estira las i
griegas para que suenen a ñoño y no la confundan con algo de jovencita nazi. A veces inquieta. Se crepuscula. Se Cortaza en una cabina
donde aporrea los cristales con un pájaro, o una rata, porque ya no
miro. En ocasiones, que es más procesal que aveces, le sobran
algunas frases. Crea la exigencia que genera la excelencia y se pilla
los dedos ella sola, como cuando a Cervantes se le escapa el burro de
Sancho. A veces, coge los pasillos y escribe Pasillos metáfora
en brisa que arranca así: «En el fondo de la vida lineal de los
pasillos crepitan inquietudes [...]». Sigue más, pero a mí es que
me sobra todo cuando me cago. Vale ya, «dale una hostia hombre» que
decía Alfredo Landa al legionario. Decía, que a veces me apezono,
le corto el rabo a la lagartija del relato y gano pólvora. Qué coño
hacía Almudena Grandes cuando su Luisitoeltrepa le dio el Cervantes,
porque no se enteró de nada. Vitale saca un elefante del camaleón
con la gracia de un desmán. Parece que tiene el barniz de los
cuentos de Hoffmann hasta quedar gratinado por el callaquetecuente.
Cojonudo ya digo. La paz fraterna: «Las dos viejecitas se
odian. Ignoran bulliciosamente el remoto porqué. Como ya están casi
fuera del tiempo también ignoran desde cuándo, aunque también
ignoren que lo ignoran. Pero recuerdan [...]». ¡Joderrrr! Que
llamen al dinosaurio. Ahora que acabo de firmarle el Panero a la
Cáñamo, creo que no hay mejor Desencanto que el Desencanto vital de
la Vitale. Te tira la emoción a la cara con el descaro de una paloma
urbana, con la facilidad del nocabo de un niño, con esa gracia, pero
con cien años. Puede que me haya hecho muchas pajas -¡seguro,
vamos!-, pero cuando se lleva muchos años dándole al tejuelo, este
camaleón te saca los colores y te los cambia. Y los ojos te dan
vueltas como una animación de Terry Gilliam.
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