viernes, 12 de diciembre de 2025

LA CIÁTICA III

«El estupefaciente es para Jonás», dijo la manceba de botica. Lo de manceba va en plan quijotesco porque la sexagenaria «tenía más arruga que verruga». Mis bodas de plata con la España póstuma deberían haberme acostumbrado a la ficha policial del paisanaje, pero sigo en mi letargo del melasuda urbano. Y que dure. La mancebía ya no se estila. Qué pensaría Ramón J. Sender del eufemismo «auxiliar de farmacia», él, que dispensaba cocaína como mancebo en su Crónica del Alba. Auxiliar una farmacia parece un pleonasmo y hasta una contradicción. Además, la categoría del dispensario se queda en «botiquín» porque somos cuatro gatos o cuatro «chicos» como se dice ahora que hasta los camareros llaman «chicos» a los jubilados del mosto porque tratar de usted se ha quedado para la funeraria «La Pasión» [sic]. Por eso con «el estupefaciente es para Jonás» casi me estalla la cabeza. Si no haces literatura con la ciática estás jodido. «Vamos, que estoy jodido, pero Jorgón y Robe ya no están», me consolé. Sí, hay que consolarse. Bueno, estás jodido de cualquier manera, pero con ciática estás violado. Una autoviolación patética que te hace llorar. // Cerrado el Balneario se apodera de mi pueblo una atmósfera de Chernobil que asusta a las lápidas. A mí me gusta porque mi soledad encuentra motivos para justificarse, algo que no ocurre cuando hay gente por las calles que me preguntan si no trabajo, cualquier lunes por la mañana. Hay quien piensa, incluso, que estoy de visita: «¿Qué, a dar un vuelta?». Los hay más despistados que yo, desde luego. El caso es que acudí al «botiquín» a pasear mi ciática, para que las paisanas hicieran visillo y entretuvieran al wasap porque el Pacorro está teniente. En Mordor cuando llega diciembre crece el granito. Los árboles parecen raspas de pescado que ha devuelto la marea con un ocre y siniestro revoltijo. Es cuando la esencia de lo póstumo se desnuda. Vuelve el barro y la gotera, la foto de los quintos y el brasero. Frascas de morapio, atmósfera de sacristía y una posguerra que sin turismo nadie tamiza, como un horror que vuelve a casa por «Navidal». Así que me voy por la trasera y paso por los contenedores para reconocerme en los gatos. Siempre hay tres o cuatro en posición de esfinge antártica que es como la egipcia, pero con las patas hacia adentro por este puto frío. Sin moverse, giran su cabeza en exorcista para acompañar mi paseo ciático. Un coche me saluda con las largas. «Este no es de aquí», pienso. Si lo fuera habría pitado. No será el paisano que llama «chicos» a los viejos que suele llevar gorra y abrasa el claxón cuando reconoce (conocer le queda grande y la gorra le queda pequeña). Y en estas llego al «botiquín» donde, como suele ocurrir, no tienen la pastilla. Aquí hay un gusto por la cita y esas cosas de Larra. Se imposta imponer un ritmo urbano como forma de esconder el sacho en el desván. Además, cuando se está de baja un miércoles lo suyo es que lo sepa el vecindario por si les falla Telecinco. Por eso vuelvo a casa para regresar después cuando llegue el reparto vespertino. «Así me dará más ciática y habrá más gatos, guay». Y es que, en lo póstumo, se tiende a lo desconcertante. El singular se vuelve plural y viceversa sin una lógica. No en vano hay pueblos en los que se siente devoción por Faulkner. El colegio son «las escuelas» y a la pluralidad farmacéutica se le llama «la pastilla», por eso me intriga lo del «estupefaciente para Jonás». Hoy es un gran día en el botiquín. «Ha venido el de la Mónica a por estupefacientes», esa palabra policial que la sexagenaria manceba repite para su propio deleite. El tramadol debe ser la nueva aspirina (por eso antes de ayer ni me miró al careto cuando lo pedí) como un fentanilo de andar por casa. Se ha convertido en un estreñimiento cotidiano que astringe el estrañamiento de llamarle opio a «la pastilla». Allí estaba yo con mi tarjeta de yonqui subvencionado por la seguridad social a por mi dosis de Tapentadol. La farmacracia distingue con un circulito estigmatizante al estupefaciente que la manceba no para de repetir. «El estupefaciente, sí, el estupefaciente para Jonás hay que «recepcionarlo» primero», dijo la hija de la arruga en plan auxilio tecnológico. «¿Me dices el DNI?» me dice la manceba mientras me entrega la tarjeta sanitaria. No quiero entrar en porque no lo ha mirado ella misma en la «cartilla» -sí, yo también tengo una edad-. Le doy mi número de carné. Se conoce que «recepcionar» en el argot farmacéutico es el eufemismo de «fichar». El botiquín tenía un eco de «estupefaciente» que rebotaba como si la pelotita del Arcanoid fuera un Tapentadol de cincuenta miligramos. La manceba y su hija asentían en su erial interior los rumores: «el de la Mónica que ha escrito un libro de droga» nos pide droga. El Tapentadol cerraba el círculo «estupefaciente» del visillaje. Señora manceba, hija y repartidor nunca leerán «Juan Ramón Jiménez y las drogas». Dios me libre. Les basta con su visillo que es el opio de este Chernobil granítico de radón mojao. Volví a casa. «Dice Elsa que te vas a convertir en Juan Ramón». O sea que ya estaba hecho el traje. Con mi ojerita y mi llaga en el labio, con mi colitis y mi extrasístole, me puse lloriquear la última taquicardia como si fuera mi propio Juan Ramón. No solo moriré de biblioteca sino que comienzo la metamorfosis -ay mi Kafka- con los libros que escribo. «Tendré que publicar mis pornografías, a ver...». Estoy jodido, pero Jorgón y Robe ya no están. Habrá que consolarse.

(2013)
 
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