jueves, 6 de noviembre de 2014

EL OESTE

“Vosotras moscas ruidosas,
me evocáis todas las cosas”.
Antonio Machado.

"Hay una España que se despuebla y está al oeste".
De los periódicos.

A mi madre.
Al sur del oeste.

Da igual que sea Zamora. El oeste comienza en octubre cuando la lluvia, cuando los pueblos se descarnan, cuando el agua infla los ríos. Lo vertical regresa para concretar las calles, vuelven las uñas a ser cuchillos y los cuchillos a ser sangre contenida. Los años comienzan en octubre cuando las noches tempranas escriben su oscuro diario. El año comienza con la oferta de lanzamiento del cambio de hora, con el fascículo 3x2 del tiempo. Y los horizontes en barbecho como costumbres. Y los insectos secándose de niebla. Noviembre con su oeste sietemesino es una memoria de casas cerradas, kilómetros de frío y café caliente en el nido de las manos. Los mayores -esos niños del oeste- dicen que en los antes no había moscos por noviembre. Los moscos son más chicos y cojoneros porque buscan el orificio tibio pa depositar las huevas, la mosca en más grande, menos pesá y más de verano. Después de leer a Weisman se entiende mejor la psicología del frío porque el oeste -da igual que estemos en Bagdad- es “El mundo sin nosotros”. Las mañanas traen el olor a piedra de la leña, la lluvia con su melancolía repetida deshace las tardes. Cuando se camina en el ocaso -la tarde es una lenta caída de luz- se multiplican las siluetas de sombra, recordatorios de ti mismo. Hay un latido que se posa en cada objeto -esa memoria sin prisa- porque sabe que no hay a qué, ni a dónde y lleva dentro el silencio de los árboles. Por el oeste, se siembran respuestas, refranes como un costumbrismo del lenguaje, simplificando la vida hasta rozar la zoología. Toda repetición es triste porque el bucle es un misterio revelado, observamos la gota en el cristal y la luz que no se apaga en aquella casa del fondo, como una esperanza que gime en la noche, como una piel sonámbula que tantea tus ojos, antes que la claridad insomne amanezca. La repetición enseña, ayuda a saborear los gestos. Por eso la lluvia se copia cien veces, y acercamos la nariz caliente a las ventanas para tocar la vida con el dedo al dibujar un corazón. A veces, caótico como la chispa, surge la melodía de un verso de aquella forma. El oeste prende la pólvora y comprobamos que los abrazos siguen ahí. Todo el oeste es un pueblo que se marcha, un abuelo, un desván, una memoria triste que es como son las memorias. Fruta podrida tras los alambres. Vacas fingiendo el rumio. Que el oeste puede ser Tokio nos lo dijo Sofía Coppola en su “Lost in traslation”. Hay un mundo que se despuebla, un analfabetismo que se vuelve wasap, un ansia de luz, un hambre de perfume que acabe con las goteras. El oeste mira amanecer como quien mira el televisor. Mañana y noche embalsamando la vergüenza. Depósitos de diferencia en el delta de una cartera. Hay un oeste en cada mundo, un zéfiro que llora cuando se apaga la llama y una fotografía aparece en un cajón. Los cajones son olvidos al alcance de la mano; las manos cajones abiertos para nadie. No sé. A veces, detrás de cada letra sorprendo a la conciencia escondida que susurra. La señalo por ver si sale de su grieta, y la culpo de los oestes del mundo pero se esconde más, se hace más insecto. Y moscas por todas partes.


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