viernes, 13 de enero de 2017

EL BRILLANTE

A mi tía Mari,
que conoce todas las bandejas de Madrid.

El bocadillo de calamares de “El brillante”, viene con extra de Berlanga. El pan de baguette industrial con su calamar vietnamita, que ya no se acuerda del pienso de su piscifactoria, se sirve rebozado en fritanga de cocinero ajado. El local es un grito rápido, lleno de la mugre del tiempo, como si fuera un diente amarillo. Lo típico madrileño que tiene el bocata de calamares es su comensal, que anda perdido entre identidades de telediario y wikipedia, y no sabe donde está el baño. En Madrid siempre está bajando las escaleras porque el baño no da dinero y se esconde para darle sitio al calamar. El alfondoaladerecha aquí es bajandolasescaleras. El aseo (lo castizo era retrete) se mete en el cuarto de la fregona, pero en lugar de oler a lejía huele a pis. Ya sabemos que el pis y la lejía son olores de la familia del vómito que es el patriarca del olor. El tema se resuelve con la bolita de alcanfor que es como la aspirina del water. Ahora ya casi no dejan porque dicen que da cáncer, como se retiró el serrín porque decían que daba fuego, y se sustituye por líquidos azules que (de momento) no sabemos cómo nos mata y da un azul metáfora, que no limpia pero engaña bien. Toda una farsa funcionando al servicio del facebook para demostrar a Jacinta lo bien que se dieron las navidades. El propietario sigue apurando nonagenía porque no asimila que la vida se fue, levantando el negocio. Era extremeño claro. Como lo eran los camareros que llevan dándole a la bandeja desde que tenían catorce y por la noche aún recuerdan a Paco el de Murcia en aquellas guardias de la mili. El extremeño es de Ávila o de un pueblo de Córdoba porque el extremeño viene de la pobreza y va hacia el nieto, desde el banco de un parque de extrarradio. Delibes lo sabía y por eso fija su santoral en Alburquerque, para que Camus pegue sus tiros de cámara sobre la perdiz de la taquilla y se entienda mejor la Edad Media. Uno se toma un churro con colacaliente en San Ginés o un bacalao en Larra y siente la tradición en la gilipollez del hecho en sí. Lo típico es el ridículo. Sudacas con pajarita y mandilón que vienen del diminutivo buscando el dorado del Iphone y encontrando nuestro fracaso transando hostelería. El mundo entero como un parque temático en suspensión de pagos. Bandeja al suelo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ue bien le sienta el smog a tu tinta.