Vivir
en el desierto cansa de frío. Se resigna la fiebre a un cansancio de
piernas, a la escalopendra quieta bajo la piedra. Se echa de menos
echar de menos y se cansan las paredes. Se aburren las hierbas que se
suben por la tristeza y rompen los tejados con alegría. Hay en los
desiertos un páramo rulfo. Tiene lugares donde es posible besar, a
las cuatro y media de la tarde, salivas inocentes sin más futuro que
secarse. El desierto tiene su calor en el tiempo robado, en el
fracaso descubierto y el olvido de memoria. En sus habitaciones vive
gente que aún no conoces, con el ansia de su jaula que llama a tu
puerta. El desierto no se ve, vive dentro del ojo como una sombra que
derrumba asco. Se chiva como un silbato, como un poema, como un hijo
sentado en el sofá. Hay que drenar el desierto, regar la tinta,
mirar de lejos, darle suavidad. Se espera un espejismo, salir del
inventario, desbordar la máscara, olvidar el protocolo. Equivocarse
en el desierto se llena de eco, de tierra en los ojos y cuesta
mantener la calma en la mirada. Hay mucha sangre en el desierto.
Matanza de tiempo, torpeza, hastío y un cúmulo de meses de marzo.
Zanjas de calendarios llenas de enes junto al absurdo que se escapa.
Alguien arrojo tierra en la tumba del desierto. No se puede negar
mejor. En el desierto se aprende a sentir frío, a mirar como miran
los padres a sus hijos. Se huele con las manos mientras se oye la
noche. En el desierto hay un aire difícil, un sol de entierro y un
portazo. A veces se levanta un deseo en remolino para matar la
tibieza, que nunca muere. Se espera poco a poco, paso a paso, verso a
verso, para levantar la piedra íntima donde -estoy seguro- puedo
llegar a aparecer.
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