viernes, 26 de junio de 2020

LA PIEDRA

Vivir en el desierto cansa de frío. Se resigna la fiebre a un cansancio de piernas, a la escalopendra quieta bajo la piedra. Se echa de menos echar de menos y se cansan las paredes. Se aburren las hierbas que se suben por la tristeza y rompen los tejados con alegría. Hay en los desiertos un páramo rulfo. Tiene lugares donde es posible besar, a las cuatro y media de la tarde, salivas inocentes sin más futuro que secarse. El desierto tiene su calor en el tiempo robado, en el fracaso descubierto y el olvido de memoria. En sus habitaciones vive gente que aún no conoces, con el ansia de su jaula que llama a tu puerta. El desierto no se ve, vive dentro del ojo como una sombra que derrumba asco. Se chiva como un silbato, como un poema, como un hijo sentado en el sofá. Hay que drenar el desierto, regar la tinta, mirar de lejos, darle suavidad. Se espera un espejismo, salir del inventario, desbordar la máscara, olvidar el protocolo. Equivocarse en el desierto se llena de eco, de tierra en los ojos y cuesta mantener la calma en la mirada. Hay mucha sangre en el desierto. Matanza de tiempo, torpeza, hastío y un cúmulo de meses de marzo. Zanjas de calendarios llenas de enes junto al absurdo que se escapa. Alguien arrojo tierra en la tumba del desierto. No se puede negar mejor. En el desierto se aprende a sentir frío, a mirar como miran los padres a sus hijos. Se huele con las manos mientras se oye la noche. En el desierto hay un aire difícil, un sol de entierro y un portazo. A veces se levanta un deseo en remolino para matar la tibieza, que nunca muere. Se espera poco a poco, paso a paso, verso a verso, para levantar la piedra íntima donde -estoy seguro- puedo llegar a aparecer.

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