miércoles, 26 de mayo de 2021

EL PERRO

Aquella silla, cercana y tangible, me prometía un placer inmediato. Me senté con el cansancio del sol a cuestas y las muchas horas de caminata por aquella ciudad del medievo. En mi cabeza repasé todas las ruinas «de interés cultural» que hicieron de Ñ. ciudad Patrimonio de la Humanidad, y la metáfora surgió fresca y muda. El camarero traía la «jarrina» de cerveza al punto de nieve cuando se sentó frente a mí una señora con un ladrido debajo del brazo. No quise pensar que aquella desdentada arruinase mi asueto con los quejidos de su perro. El animal tenía un tamaño tan miserable como el aspecto de su ama. Tragué el refrescante frío de la jarra mientras miraba hacia otro lado para olvidar la presencia de aquel cuchillo que se instaló en mi frente, sin discernir ya si el dolor era producto del alcohol, de la congelada cerveza o una astilla del último ladrido. La mera presencia de aquella canosa patana, de mandíbula prognata y tragos cortos de rumiante, me exasperaron. Mientras comía el menú de la indignación, mi camarero la sirvió un Rioja con una cómoda familiaridad que me molestó aún más. Mujer y perro parecían polos opuestos del mismo universo zafio. La miré con fijeza, lancé improperios y alguna fingida patada con el propósito de encontrar empatía en aquella siniestra terraza. A nadie parecía molestarle aquella aguja en el oído. El perro gruñía a los transeúntes y ladraba a sus congéneres con el estatuismo de su cazurra propietaria. Aquel mar de inmovilismo deprimió a la nata del postre. Mi cabeza explotó y pedí la cuenta. El camarero enfiló hacia mi mano, haciendo parada en la mesa del infierno. Aquella insensata degustaba un rosario de saliva desde hacia más de una hora con el vino intacto sobre la mesa. «¿Pero cómo no ha dicho usted que quería comer, señora?», fingió el camarero. «Es que...» -la miré con la atención de quien piensa que la vida es maravillosa- «No quería molestar».

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