miércoles, 27 de abril de 2022

LA TARDE

Borro con la mirada la mirada”.

Pere Gimferrer.

La tarde pasa mientras miramos el recorrido de un cable. El tiempo parece el patio de la cárcel -Brooks was here- y volvemos a tocar las uñas de marzo. Son horas en que se entiende a la madera, se siente el polvo sin olerlo ni verlo, atravesado por la luz. No seremos ya nunca el viaje de la vida porque solo era huida y se puede ver el abismo en cualquier bisagra. También se mueven las piedras. Entramos con la prudencia de las bañeras a la tranquilidad del lenguaje y removemos las palabras para buscar el jabón. Y salen los desvanes del pedernal y los libros de texto acaban en la basura. Todo se mueve un poco. En el marzo de cualquier mes, cuando la marihuana se pone lúcida y las ojeras se hacen las locas; cuando se envejece de golpe porque no llamamos, entran ganas de pedir perdón a la adolescencia. Entonces, Gordon Willis entra en el ojo para oxidarlo todo. La emoción se rompe como una tilde de vidrio y el esmalte pone cara de cartón como si fuera un muñeco flácido. Y vuelve el halcón a vivir entre las sábanas. Vuelven las enes a tocarse las manos. Decenas de manos diminutas, con tres dedos, que nacen del hombro y la cadera como un ángel del tacto que vive de sombra. Hay una repulsa, un pelo graso que hace brillar las manos como impregnadas por el semen del aire. Como si el tiempo fuera la N misma, ese pico sin hambre por el que respiran los lánguidos. Y pasa el tiro terso de la piel como un metal joven, y pasa la excusa del tiempo. Y los manteles pierden su pliegue, vuelven a lo impenetrable, al telón de terciopelo del insomnio. Vuelven las piedras. Vuelven a rodar y piensas que no pueden serlo. Cuando se acuestan, ves que existen por debajo. La lima duerme en su estuche. La nausea tiene la dignidad de la transigencia que vomita porque no puede resistir. Mirar de lejos para reír de nuevo, tocar las flores para salir corriendo. Dentro de la bañera las palabras evocan el cansancio en la quinta hora del rumio. Conocer es siempre el mismo fondo. Violenta, como las cosas que no hicimos. La tristeza enfada, solo reír promete, como si el aire glotón de los licores hinchara los globos de la alegría. Es el ay de la consecuencia. El sarcasmo tiene iniciativa e inteligencia de atalaya. Necesita situar la cámara y anclar la fuga para que no se pierda. Es el último balcón, el minuto que deja con las flores en la mano. Es la ele del polvo que se posa en las camas de los matrimonios, cuando no se odian. Convocamos la mentira para rascar la chispa que complete los poemas. Darle prestancia a la nada y que se note. Detrás de la impostura queda un cuerpo. La química es su adentro. A veces se pone íntima como una mano que se ofrece. A veces, la tarde son todas las tardes y podemos tocarlas cambiando un jarrón de sitio. En la marca que deja el polvo está la cara oculta de la luna y el afecto que supura. Hay un sumidero de melancolía dentro del tedio, un lenguaje de colada, una fiebre como una chispa en la tela de la infancia, que confirma el universo. Cuando se apague esa cáscara y termine Telecinco, qué será de nosotros. Para auxiliar estas tardes sin tiempo, tiramos del hilo de cualquier piñata. Un mirlo es una piñata negra con timones que rebotan su ramito naranja, palomas de satén con rodaja. Las tardes ya no huelen. Ya no hay ya. Ya no hay ventanas que se abran al olor, ni exhibicionismo de morcilla que entretenga a la poesía. Ya no es tiempo de piñatas, ya no es tiempo de niños. Ya solo hay tardes como elefantes que se derriten. Ya no hay caramelos por el suelo que pisar como cachitos de rotura, como trocitos de memoria camino del colegio. Ya no pasa nada en las tardes y acudo al charco de las noches para beber. Y me siento intruso de mí mismo, me traiciono los recursos para quemar los asientos. Bebo de la madrugada en la tarde como si fuera un elefante derretido por un siete, como si fuera una enorme deposición que no puede esconder su masa ni entrar por el sumidero. Estas tardes miro a los desconocidos. La memoria cuece los defectos y los sirve en bandeja. Pone fechas al dolor y lo señala. El daño se mueve y corta. Somos lo que no queremos. Buscar no encuentra nunca. Recogemos neolítico y algún verso. Somos la agricultura de la emoción, el corral de la poesía donde miramos el fuego. El dolor no tiene antídoto y no hay bálsamo frente a la memoria. Lo mejor de estas tardes son los elefantes muertos, las enormes masas informes que se abultan para nada. Qué extraño que ya nada me extrañe. El fracaso importa porque quema las tardes cuando el resto falla. Allí están, como una piñata inflamable, con sus lianas nerviosas ofrecidas para todos, los muñones. Pero la tarde sucumbe a las piedras y la velocidad se impone. De qué sirve la poesía, de qué sirve que la tarde se fuera si llegan las piedras a romperse. Como si una tijera de elefante entrara en la cacharrería del saludo imperialista, como si el hola hubiera enloquecido en la secadora, como si fuera un ola en bucle, como si hubiera perdido la hache por insignificante y nada signifique ya, si no aspira a nada. Pero ese hola/ola importa como el fracaso, como las tardes, como las piñatas, como los niños elefante, como las llamas de caramelo que crujen como cristal de coche, cristal de niño en memoria. Como si el barro de las bañeras cayeran de las cornisas de un autobús hacia la nieve y el canalón no entendiera nada, como tú ahora. Has llegado, pero te has ido; piensas mientras recoges los restos de confeti que ha dejado la metáfora. Recoges tu llaga y la llevas a la tarde para que sufra.

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