sábado, 10 de septiembre de 2022

LA CAMPANILLA

[Cualquier coincidencia con la ficción, es pura realidad]

“Aquí te pillo, aquí te mato”. Los servicios sociales no patrocinan esta peña, pensé. Quizá no fuera una peña sino una cuadrilla taurina. Quizá fuera un todojunto. Hay mucho todojunto en las fiestas de la España póstuma, como si Berlanga metiera en un bote a sus personajes/secuencia y removiera con el dedo. Por eso, cuando meo sobre la primera oscuridad que encuentro, el cartel de “La Campanilla, libre de agresiones machistas”, me hace más gracia. La igualdad llega a todas partes en forma de Ministerio, BOE y presupuestos, pero en La Campanilla se concreta en un “Aquí te pillo, aquí te mato” para el vinilo de las sudaderas de una peña de mujeres. Antes de que comience la verbena con su música de septiembre y despedida, acudimos a El Ruedo. Con la quinta cerveza se me olvidan los carteles de toros que desencajan el mobiliario de Ikea y una instalaciones propias de una pizzería de extrarradio madrileño. Los parroquianos tienen rostros también desencajados, mitad borrachera, mitad endogamia. Del baño de caballeros sale una señora con peluca, tacones y dos manzanas por pechos que se coloca cuando una se le cae a la altura del ombligo. Abandona el ruedo con el vaivén de un columpio retardado y se marcha con la apariencia de quien ve alejarse a la viñeta de la secretaria del profesor Bacterio. Nos sentamos en la terraza de El Ruedo donde un burladero con geranios culmina el plan de urbanismo de La Campanilla. Enfrente de nuestra mesa (coja como los tacones de la mujer/caballero), una casa de ladrillovisto engarza con un hastial de uralita, pintado hasta donde dio el bote de Tintanlux y permitió la escalera. Un Tetris de balcones y puertas diminutas muestran la sociología del hambre y un reaggeton de fondo culmina el esperpento. “Esta verbena no me la pierdo por nada del mundo”, pienso. La plaza mayor es infantil. Por la noche, los travesaños que forjan el coso vespertino, se convierten en un redil donde ancianos, niños y mayores bailan (como quien dice), mientras chascarillan salivazos afónicos en mejillas ajenas. En uno de los tendidos, sobre una tarima reducida, se atisba a la orquesta Destellos donde un sucedáneo de Montxo Borrajo luce lentejuelas y galones, junto a la Trini. Ella, que iba para folclórica, preñó joven y mató el gusanillo del artisteo a golpe de gallos y escotazos premenopáusicos. Uno se siente torero aunque no quiera. Menea el culo y los brazos sin compás, al estilo suegra. La catarsis está servida. Después del pasodoble, el Fulgen, que vacaciona de la Nuclear, pone las manos encima de su amor de infancia e inicia El chacachá del tren al que se suma toda La Residencia. Siempre le resulta un restriegue y aprovecha un chascarrillo para rozarle el pecho a su memoria. De entre las callejas surge un remolque con luzled y matrícula de Toledo. Dentro, una borrachera portátil se instala en medio de la plaza para regocijo de los “Aquí te mato”. Un gazpacho de conocidos, familiares y melopeas se amasijan en el redil. Se hormiguean salidas que entran a la barra o al servicio, al ritmo desafinado de la Trini. Tres figurantes culminan la orquesta que se calla cuando el ordenador se cuelga y no arranca el tema. Los amplificadores, curtidos por los años y los kilómetros, lanzan la voz hueca y mate de Borrajo, que no entiende que no entendamos lo que dice. Hay algo tierno en la estampa. En este cafarnaún de soledades, la melancolía enreda las miradas con nostalgias de whisky y coca-cola. El remolque anestesia las lágrimas y las risas hasta que Destellos dice que es la última y el sol se barrunta en la intimidad de la plaza. El caño vuelve a sonar y hasta canta un gallo a lo lejos al que contesta el rebuzno de algún tomate lejano. La Campanilla, Macondo gibraltareño, tiempo detenido en el encuentro. Lugar donde se cruzan la Trini, Fulgen y un ingeniero guiri despistado que comprará la casa del Mariano y la quedará muy salaina. Reductos para el disfraz, donde la ternura y la tristeza bailan pasodobles mal cantados, con la esperanza de que vuelva el tren de septiembre, para echarle mano al ritmo del Chachachá.

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