La gente ya no va al
cine. Y no entiendo por qué. Al llegar, observo el vestíbulo,
improductivo y anacrónico. Ahora lo decoran con alguna curva a lo modernismo. Las colas quieren ser Doña Manolita, pero
aquí le ponen tiradores de Coca-cola y cementeras de palomitas para
darle lustre al recibidor. En las provincias de tedio y plateresco,
no hay tirón por mucho que suban las pensiones y el invierno,
además, tiene sus rigores. El domingo se saca a los abuelos de la
Residencia y "con lo que cuesta la entrada me abono al Netflix", dicen por ahí. Allan Poe will say “Three crows in the hall”. El
aleteo inglés de la ele ambienta mejor al cuervo que en castellano
queda un poco Cayetana. Las venerables ancianitas de laca
electrificada, visten gorro de guardia inglés y tobillos al aire en
plan provocativo. El Busby limita sus de por sí limitados
movimientos. Un rayajo de carmín acciona sus arrugados rostros, como
dibujados por Tim Burton. Una niña pierde su globo. Ella llora y yo
me río porque su madre la consuela con una voz ridícula, como si a
ella también la hubieran inflado de helio. Conozco ese agudo
premenopáusico de carne benzodiacepínica que los embarazos
tardíos confieren a las mujeres. De no llevar el lastre de su
carrito acabarían en el techo del Mercadona. El domingo, el
bolso de media manga hace las funciones de pesa, aunque la estampa
sigue siendo de Pixar. “Cómo se mejora esto” pensé,
cuando la mirada de aquella mujer vino a tropezar con la mía. Me desconcertó. Nunca he sabido cuál es el ojo que se le mira a una
bizca. Y mientras asistía en primera fila a esta sesión continua,
una oreja me pasó por delante. “Qué bueno. Se mueve” me dije. Era un chiquillo.
Un niño orejón. Y como de padres barriles hijos botijos, quise ubicar a su progenitor quien disimulaba su frontón auditivo con una
generosa barriga. “El niño tiene las orejas de su padre”, dijo
la tía gagá cuando nació el crío. Desde entonces nadie se atreve
a reparar en aquel enorme embudo. Ni el más mínimo susurro. Podría
oírlo y ya bastante escarnio tiene con su infortunio. “El niño
crecerá. Se irá compensando”, dijo el padre sin que nadie le
preguntara. La familia miró al progenitor de arriba a abajo sin
discernir si aquella profecía podría favorecerle. Volví a mirar al
Orejón para comprobar si era simétrico. “Sí, tiene dos”.
Aquellas enormidades absorbían la materia cercana cuando inspiraba
con fuerza. Si el chiquillo jadeaba, las pelusas del jersey
se le subían por el cuello y hasta el globo de la niña amagó con
volver por la atracción que generaba aquel agujero. “Menudo
orejón”, pensé. No era capaz de apartar la vista de su agujerazo
como si estuviera siendo hipnotizado. Con disimulo, me acerqué para
medir con la palma de mi mano aquel lóbulo. Y cuando imposté que
ataba los cordones por curiosear el interior de aquella caverna,
ocurrió. Aquel vórtice me absorbió. El orejón me aspiró con la
fuerza de un agujero negro. Me envolvió una negrura cerosa que me
empujó por un tobogán con recovecos. Caía como Alicia en el
país de las maravillas. En el yunque de aquel oído había
retratado Velázquez La fragua de Vulcano. “Qué
dimensiones”, grité; y el eco me empujó más fuerte hacia abajo.
En la caída, adelanté a una mujer de pelo rubio y mirada
extraviada, que tenía una pastilla en cada mano. “Esta lleva aquí
ni se sabe”, pensé. Y grité “¡Orejón!” para continuar la
caída con más fuerza. De súbito, me vi sentado en una butaca,
rodeado de cuervos con los picos pintados de carmín. “As bestas”
me pareció floja. Vivo en un pueblo sin cine. Ya me entienden.
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