miércoles, 18 de enero de 2023

LA PELÍCULA

La gente ya no va al cine. Y no entiendo por qué. Al llegar, observo el vestíbulo, improductivo y anacrónico. Ahora lo decoran con alguna curva a lo modernismo. Las colas quieren ser Doña Manolita, pero aquí le ponen tiradores de Coca-cola y cementeras de palomitas para darle lustre al recibidor. En las provincias de tedio y plateresco, no hay tirón por mucho que suban las pensiones y el invierno, además, tiene sus rigores. El domingo se saca a los abuelos de la Residencia y "con lo que cuesta la entrada me abono al Netflix", dicen por ahí. Allan Poe will say “Three crows in the hall”. El aleteo inglés de la ele ambienta mejor al cuervo que en castellano queda un poco Cayetana. Las venerables ancianitas de laca electrificada, visten gorro de guardia inglés y tobillos al aire en plan provocativo. El Busby limita sus de por sí limitados movimientos. Un rayajo de carmín acciona sus arrugados rostros, como dibujados por Tim Burton. Una niña pierde su globo. Ella llora y yo me río porque su madre la consuela con una voz ridícula, como si a ella también la hubieran inflado de helio. Conozco ese agudo premenopáusico de carne benzodiacepínica que los embarazos tardíos confieren a las mujeres. De no llevar el lastre de su carrito acabarían en el techo del Mercadona. El domingo, el bolso de media manga hace las funciones de pesa, aunque la estampa sigue siendo de Pixar. “Cómo se mejora esto” pensé, cuando la mirada de aquella mujer vino a tropezar con la mía. Me desconcertó. Nunca he sabido cuál es el ojo que se le mira a una bizca. Y mientras asistía en primera fila a esta sesión continua, una oreja me pasó por delante. “Qué bueno. Se mueve” me dije. Era un chiquillo. Un niño orejón. Y como de padres barriles hijos botijos, quise ubicar a su progenitor quien disimulaba su frontón auditivo con una generosa barriga. “El niño tiene las orejas de su padre”, dijo la tía gagá cuando nació el crío. Desde entonces nadie se atreve a reparar en aquel enorme embudo. Ni el más mínimo susurro. Podría oírlo y ya bastante escarnio tiene con su infortunio. “El niño crecerá. Se irá compensando”, dijo el padre sin que nadie le preguntara. La familia miró al progenitor de arriba a abajo sin discernir si aquella profecía podría favorecerle. Volví a mirar al Orejón para comprobar si era simétrico. “Sí, tiene dos”. Aquellas enormidades absorbían la materia cercana cuando inspiraba con fuerza. Si el chiquillo jadeaba, las pelusas del jersey se le subían por el cuello y hasta el globo de la niña amagó con volver por la atracción que generaba aquel agujero. “Menudo orejón”, pensé. No era capaz de apartar la vista de su agujerazo como si estuviera siendo hipnotizado. Con disimulo, me acerqué para medir con la palma de mi mano aquel lóbulo. Y cuando imposté que ataba los cordones por curiosear el interior de aquella caverna, ocurrió. Aquel vórtice me absorbió. El orejón me aspiró con la fuerza de un agujero negro. Me envolvió una negrura cerosa que me empujó por un tobogán con recovecos. Caía como Alicia en el país de las maravillas. En el yunque de aquel oído había retratado Velázquez La fragua de Vulcano. “Qué dimensiones”, grité; y el eco me empujó más fuerte hacia abajo. En la caída, adelanté a una mujer de pelo rubio y mirada extraviada, que tenía una pastilla en cada mano. “Esta lleva aquí ni se sabe”, pensé. Y grité “¡Orejón!” para continuar la caída con más fuerza. De súbito, me vi sentado en una butaca, rodeado de cuervos con los picos pintados de carmín. “As bestas” me pareció floja. Vivo en un pueblo sin cine. Ya me entienden.

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