martes, 18 de julio de 2023

LA UÑA II

Un vinilo de focos cuajados en polvo iluminaba la fachada en escuadra con una claridad en suspensión de pagos. “Hay* que entrar”, me dije al contemplar un puño rotulado que imitaba sin decoro el anagrama de La Voz. La pesada puerta de doble hoja y vestíbulo acortinado daba paso a una ostentación moderada. Un garaje español con mesas de café, conducía a un micrófono sin escenario que remataba un aparatoso pingüino de techo. La barra iluminada con luces Led y botellas de marcas anónimas parodiaban algo exótico. La palmera de un cartel de vértices despegados destacaba por encima de otro de Kombucha. Una arruga pareidólica (mitad Keith Richards/ mitad María Dolores Pradera) se asfixiaba detrás de una cubitera de Ron Cachique. Detrás de la barra, una joven abandonaba su adolescencia con cara de recién jubilada. “Hola buenas” me dijo estirando la ese con el deje mecánico de las cajeras. Su voz tenía el tono de las rutinas, ese mecanismo que llegó con las letanías del Whopper con queso y se quedó para siempre en los contestadores de la Mutua. “Un botellín”, dije escarmentado. “Tiene que ser tercio”, me sonrió. Sus uñas estaban lacadas en rojo, rematadas de blanco que una luz ultravioleta engrandecían como si fuera la mismísima Esperanza Gracia. “¿Tienes Coronita?” “Es Desesperado, pero vamos que es igual”. Es mucho mejor, pensé. Y junto a la botella dejó un ticket donde apuntar la petición. El primer trago no me supo a cerveza, con el segundo una lejana evocación a cebada se fijó en el último cielo del paladar. “Está buenísima” le dije, y me guiñó un ojo cuajado en carámbanos de rimmel. En aquella hora, con la noche aún reciente, una monitora de jóvenes Down espantaba las manos más osadas. Sonaba “Vuela alto” de Julio Iglesias en una atmósfera de ternura amenazada. “Para cantar el código QR, vale” y señaló sobre la barra un ajedrezado sin lustre. Me abrí camino entre los muchachos y disculpé el paso ante la acosada monitora. “Ahora” de Manu Carrasco nunca falla, me dije. Y al acabar los chicos rompieron en aplausos y manotadas que aliviaron por un instante a la abnegada educadora que dio unas tímidas “gracias” mirando al suelo. Recuperé mi taburete mientras la camarera traía varios tickets con un directo “Tú no te vas de aquí, vamos”. Pensé que la felicidad debería parecerse a aquello. La barra se iluminaba con lámparas de corte industrial. Los taburetes eran desiguales y desparejados como si en cada arrendamiento algo se hubiera perdido, pero algo se hubiera quedado. La decoración era pura arqueología. Estratos de estética diversa que coronaba una cámara de La Menorquina. Una mujer nació a escasos metros. Lucía el cuerpo deshinchado de una muñeca hinchable y el peinado de un electroduende. “Yo es que canto muy bien ¿sabes?, y luego viene mi marido”. Silencio. “¡Ya me toca!” (…). Un trasero de pliegues inéditos reflectaban brillos de escai negro. Era como si un speech de Rajoy tomara cuerpo. Sentí la vida completa cuando un “Loca” agudo y monocorde escupía a la cara de Luz Casal. Regresó satisfecha mientras su abnegado marido tomaba, con estudiada precipitación, un asiento a su lado. Pensé que un poco de Bisbal culminaría la gloria. El escenario disponía de dos micrófonos. Uno a gran altura y otro de brazo caído, como el Don Quijote y Sancho que dibujó Picasso. A la derecha pura tiniebla con olor a servicio. Un vinilo de un baterista en acción completaba el fondo de la escena. Arranqué “Y Dígale” cuando un gruñido salió de las tinieblas para abalanzarse sobre mi hombro y escupir en mi mejilla cada estribillo cuando un chorro frío me recorrió la espalda. Pensé que aquel energúmeno habría vertido su cubata sobre mí, pero no. El pingüino derramaba la refrigeración sobre el escenario y yo llevé el primer chorro. El resto fue a parar sobre cables y bafles porque el peligro es ubicuo. Quizá aquel homúnculo tuviera mononucleosis o quizá me estampara un vaso en la cabeza aquel recienentrado con bigote de Mariachi. Ahora también podría electrocutarme. Gestualicé el agudo con una entonación cabreada mientras apuntaba con la cabeza hacia el charco. La camarera recibió mi gesto con parsimonia y sacó un cubofregona de olor incierto, desde inciertos lugares. Fue entonces cuando pedí “Mocatriz” de Ojete Calor. Tras el terciopelo de la entrada apareció un hombre vestido de plátano y detrás ocho borrachos. Un hombre de pelo cano y vientre búdico abrió un paso violento entre ellos. Llegó hasta la barra para pedir “una rancherita, ¡ah!”, mientras la joven que le acompañaba pintaba sus labios de un carmín acuoso. Yo estaba allí. La camarera de uñas lacadas tocó un timbre con disimulo y al poco, el hombre que vendía los cómics a Bart Simpson apareció tras la barra, con aires de autoridad.


 
* Gracias Eduardo.

LA UÑA

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