miércoles, 31 de julio de 2024

EL SIGNIFICADO

Los días pesan más que los años.

Se fue depurando hasta disolverse.

La edad cambia al tiempo.

Entendió al observar el silencio.

Las palabras tantean significados.

sábado, 27 de julio de 2024

LA BIBLIOTECA


La moñada de que “el paraíso sería algún tipo de biblioteca” lo dijo Borges que era, claro, un poco moña. Umberto Eco que tenía una biblioteca paradisiaca se mofó de Jorge Luis en su novela El nombre de la rosa y le puso Jorge de Burgos al monje anciano y ciego causante de las muertes de la abadía. Bien por Eco. La biblioteca, en el mejor de los casos, suele ser un lugar donde se cuentan cuentos a los niños, sin permiso de León Felipe. Lo normal es que acudan mujeronas a leer a la Almudena Grandes del momento o jubilados a buscar un oído amable -normalmente el bibliotecario-, al que arrojar su aburrimiento. Las bibliotecas son letrinas de socorro, paraguas de urgencia y lugar del tedio veraniego de los pueblos sin piscina. A mí me llevaba mi madre porque los cazurros del villorrio no se hablaban con los forasteros si no pasabas la cuarentena del parentesco. A veces ni con esas. Lo bueno de las bibliotecas es hacerlas. Comprar si se puede, robar si no se puede y husmear en cualquier mostrador donde haiga un libro porque en ocasiones salta la liebre. Al libro se acude como quien va de pesca y si la cosa se envalentona parece ya tema cinegético. Se espera a que aparezca el título porque se ha olido la raza de la editorial. Internet acaba con todo, pero no se puede vencer el romanticismo del robo y el antojo por exhibición. A veces, te llevas un libro que no leerás nunca, solo porque estaba allí y te entró la portada, el autógrafo o el precio. También te puedes aplicar a lo Abbie Hoffman, ese ácrata que se colmó de gloria al escribir Roba este libro. La biblioteca es ancha y diversa. Es un corcho de coleópteros kafkianos, la filatelia del conocimiento y el desván de las manías. Ángel Esteban escribió El escritor en su paraíso. A mí me lo vendió su editor Julián Rodríguez cuando feriaba por Madrid. No se acordó de que le había presentado dos veces, y menos mal. Esteban recorre la figura de treinta escritores que fueron bibliotecarios en algún momento de su ruina: Reinaldo Arenas, Benito Arias Montano, Georges Bataille, Jorge Luis Borges, Robert Burton, Lewis Carroll, Giacomo Casanova, Rubén Darío, Leandro Fernández de Moratín, Gloria Fuertes (¡oé!), Bartolomé José Gallardo, Goethe, los hermanos Grimm, Paul Groussac, Martín Luis Guzmán, Eugenio Hartzenbusch, Hölderlin, Stephen King, Menéndez Pelayo, El hombre sin atributos (Robert Musil), Juan Carlos Onetti, Eugenio D´ors, Ricardo Palma, Georges Perec, Perrault, Proust, Solzhenitsyn, Strindberg, José Vasconcelos y Mario Vargas Llosa, que además prologa la cosa. Lo bueno de escribir sobre muchos es que puedes escribir poco que es lo que pasa aquí. Onetti mil novecientos la hostia, uruguayo que se fumó la vida bebiendo en una cama, punto. Fue bibliotecario. Siguiente. Y así. Uno también ejerce la biblioteca, sacha el libro, lo busca y lo atesora. «Cuando no trabajo: libro» (es un chiste de bibliotecarios que decía mucho cuando hacía de Bruce Willis). Bibliotecar me parece un pasatiempo aburrido. No viste nada. Por eso le agradezco a Perpetua que aguante el tipo maternalmente y hasta me señale algún Umbral que se me pasa. A mí también me aburre un poco, pero a veces no te queda más remedio que pasear por el Moyano de la ciudad por donde andes. Es un poco lo que dice Juan Carlos Usó, el bibliotecario lisérgico, «nos drogamos para estar bien y si estamos bien para estar mejor». Pues algo así pasa con la droga del libro. Augusto Monterroso decía que «los buenos libros están en las malas bibliotecas». Quería decir que las colecciones de libros hechas con pocas novedades, solían estar formadas por clásicos que son «los buenos libros». Como frase suena. Lo que pasa es que al final acabas de Ovidio hasta el Homero. Hay que actualizar repeticiones porque luego llegan las navidades y no sabemos que regalarle al viejo. Por eso Ivan Illich nos advirtió que la imprenta había desarrollado la venta, pero reducido el aprendizaje o algo así. Un poco lo que ha pasado con Internet, pero en el siglo XV (lo que decía de las repeticiones). La herramienta no ejerce y la posibilidad nos basta. Jünger -que tenía una bibliofilia muy seria-, decía parecido de la bomba atómica. Umbral escribió que se comienza como escritor, pero se acaba de bibliotecario. Yo he hecho un poco a la inversa o cuando menos en paralelo. Lo que está claro es que todo el que escribe va dejando huellas de libros. Se sabe dónde hay un escritor por las migas que desprende su silencio. Se va convirtiendo en el disidente, en el emboscado que dice Jünger (es que lo tengo en la mesa). Se da uno cuenta que no encaja en ningún sitio y la biblioteca se le amolda como si fuera un guante. Por eso Miguel Artigas también fue bibliotecario. Johnny Depp le debe su estética de pirata a Keith Richards y el Rolling Stone más pétreo no sería nadie sin la Clasificación Decimal Universal. ¡Lo ha dicho él! ¡Yo que sé! José Luis Cano paseó por Velintonia mientras signaturaba la biblioteca de CAMPSA. Se conoce que entre surtidor y surtidor leían a Faulkner. José Moreno Villa, era el bibliotecario pureta de la Orden de Toledo. Bien está. William Sloan fue bibliotecario del MoMa, Howard Gotlieb, el colega de Buñuel, también lo fue. Pablo Neruda, Raymond Carver, Ray Bradbury, Leibniz el filósofo, André Breton, Carlos Edmundo de Ory, Leopoldo Panero y Paneromaría. Claro que el desencantado hijo del Paneroestatua lo fue en el penal de Zamora donde se enamoró de la intimidad que da una celda de la mano de Haro Ibars. Hacían buena la frase de John Waters que decía: «Tenemos que hacer que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles». Por eso Paneromaría dijo que se inició a la homosexualidad por resistencia. En el cubo de una celda un libro se vuelve aire. Es el tópico de la libertad y la hostia, que como todo cliché tiene su punto de verdad. La biblioteca es esa celda, ese balón de oxígeno donde la intimidad tiene sentido hasta que sales a la calle y te das cuenta que el preso del alma por el que darías la vida es un psicópata, un cazurro o un hincha del Albacete. ¡Yo que sé! Lo que está claro es que para quien vive hacia dentro el libro le saca los pétalos. Le florece la mejor de las miradas porque vienen de la emoción sincera de un solitario. Por eso la poesía. A quien entiende que no hay que entenderla sino disfrutarla, le revela y le rebela. Por eso, quien la lee se da cuenta enseguida de si el verso es una pose o un latigazo lancinante. Es el lenguaje atávico de la emoción que se mete por la oreja como el dedo de un niño. Esas cosas que nos hacen mirar de frente al ser humano que llevamos dentro y que se nos olvida de tanto cumplir el horario. Georges Bataille, George Perec, Julio César, Alberto Manguel y Paul Leautaud. Al final todo escritor es bibliotecario. Ni antes ni después sino durante. El concepto de biblioteca también cambia. Léanse a Fernando Báez o a Juan Vicens, da igual. Forma parte de la vida y su dinámica trasformación. Como dijera José Luis Sampedro acerca del mundo, otra biblioteca no es que sea posible si no que es inevitable. Vendrán otros formatos, otros soportes y otras historias a acumularse en la intimidad de otros otros, como otros antes. Con la biblioteca también se cultiva la manía de la colección. Se trabaja la vanidad de la apariencia (desconfía del libro que no esté subrayado), la posesión que otorga un poder ficticio que cautivó a Hitler o Pinochet. También Karl Lagerfeld, que se dedicó a hacer cáscaras toda su vida, aglutinó trescientos mil títulos para curarse el complejo de cebolla. Tomás Navarro Tomás, Quevedo, Luis Cernuda, Sender y Rosa Regás. Sánchez Ferlosio, Teophile Gautier, Marcel Duchamp, Manuel Machado y Ernestina González. María Moliner, claro; esa hormiga del lenguaje que paseó su indiferencia para escarnio de la Academia con todos sus marqueses dentro. Uno va construyendo las paredes de su vida con heroicos farallones del lomo ibérico de Joaquín Costa. Cuento hasta tres diciendo Unamuno, Galdós y Cervantres. ¡Yo que sé! Lo que digo es que cuando llevo más de una semana fuera, echo de menos mi biblioteca. Busco una comparación brillante, pero es que no la hay. «Quien lo probó lo sabe» que diría Lope. Sí, el verso está bien traído porque hay algo de amor al libro. No diré goce para que no penséis que se me ha ido la olla, pero ya quisieran algunos polvos disfrutarse como ciertos textos. ¡Y no duran tanto ni de lejos! Para mí «la riqueza no trata de cuánto dinero tienes; trata de la libertad para poder comprar el libro que quieras sin mirar el precio» como decía John Waters. «Mis modelos de conducta», es un gran libro. Lo escribe con pasión humana. Es curioso, porque lo de la palabra, el libro y esto, es algo que han cultivado cualquiera de los grandes. Desde Picasso a Dalí, pasando por Chillida y Oteyza o Hitchcock y Orson Welles. Da igual. Al final a todos se les escapa un diario, un poema o en el peor de los casos una novela. A John Waters también. El cineasta sabía que lo del cine es una chufla, que nació en una feria como decía Jess Franco. La música tiene un punto efímero que agrada a cualquiera, y eso es lo malo. La palabra, y no quiero ponerme Wittgenstein, nos determina con su espectro. Mamá succiona. Papá escupe. Solo hay que escuchar a los sonidos para saber de dónde venimos. Lean mi Alfaveto -¡qué coño!- y se enteren. Cada vez que alguien entra en mi biblioteca me gusta mirarles el careto. La presencia del libro tiene algo de latín, de acojone por defecto y un pelo de envidia hipócrita. Siempre sale la misma pregunta cazurra: «¿Y los has leído todos?». «Me faltan algunos porque no caben aquí», respondo. La biblioteca tiene paisaje propio, a veces miro los libros como quien mira el horizonte. Repaso los títulos como quien contempla una fotografía y saborea la memoria. Me fijo en su presencia, en el placer que da una biblioteca por leer.

miércoles, 24 de julio de 2024

EL VERSO

Sin demagogia no hay discurso.

Olvidos selectivos para amores eternos.

Prejuicios de trayectoria.

Y pudo escuchar los anhelos de la brisa.

Si no huele no vayas.

Eufemismo femenino singular.

La resignación culmina la renuncia.

Sobrepasó el peligro de la costumbre.

La alegría tiene un ruido confortable.

 El verso acerca.

sábado, 20 de julio de 2024

EL EMBRUJO

«Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme»

Voltaire

 

Perpetua me dijo «El perro verde, Zamora. ¿Habrá que ir, no?». «¡Claro!». En la puerta había un cartel con motivos de chiringuito y platos amarillos aderezados de sol. Tenía terraza. Un bloque de pisos aplastaba el local al que se accedía por unos tranquilos escalones. El olor a berberecho merecía pedir un café con leche para tantear al camarero. «¿La leche del tiempo?». Pensaba cómo responder al acertijo mientras el calor derretía la escarcha de una rabas preputridas, desparramadas sobre el mostrador, por la que zumbaban tres moscas con despiste. «Del tiempo, mejor», dije con timidez. Agradeció la respuesta mientras secaba su frente con el dorso de la mano. «¿Y entonces por la noche es Karaoke?», pregunté. Me dijo que no, azorado como un niño en renuncio; que el cartel era de hace unos años y poco a poco se le fue apagando la voz en un hilo ridículo hasta musitar un «y» transitivo hacia el silencio. Un motor en marcha puso el perfume y la banda sonora de un café con leche atemporal. Dentro, una pareja inverosímil se gritaba procacidades a medio camino entre la prostitución y la familia. Pogacar subía el Tourmalet azuzado por el ímpetu de Perico a todo volumen. Dejé las tazas sobre la barra. «Pero vamos que hay uno que se llama Cherokee aquí al lado y otros dos, creo, cerca de la plaza mayor». Aquello me supo a encerrona, pero habíamos venido a jugar. El camarero, anilla y salitre, parecía anhelar mi disposición. Su furtiva recomendación parecía avergonzarse de las frituras, como si con cada ración se le escapara un «Libre» de Nino Bravo, en íntima nostalgia. «Cherokee», dije admirativo a Perpetua. Hay nombres que alumbran su decadencia con solo invocarlos. «Gire levemente a la derecha» Y me vi ante una deslustrada nave color pistacho de faja negra que traslucía desidiosas capas de pintura de no se sabe qué cuñado. Nunca un desierto de luz tuvo tan mala acústica. «Manu Carrasco no se merece esto» y nos fuimos camino de la plaza por las soleadas sombras de los edificios que se vendían en bloque a precios comerciales y actualizados. La levítica plaza dormía la siesta. Un heroinómano gallego pedía ayuda para su autobús que alguien apaciguó con un cigarro. La barra lucía un «reservado para camareros», pero tras el mostrador solo había silencio. «Hola». Y un tamo rozó mis canillas. «Holaaaaa!», voceé forzado. Indiferencia de clientes y botellas. Pude sentir la orfandad de una mirada al espejo sin espejo. «Vosotras, moscas vulgares, / me evocáis todas las cosas». Fue recordar a don Machado y me asustó un «dígame» que no esperaba. Bebimos con diligencia los Acuarius para dirigirnos al «Embrujo». Ya se sabe, la gente más creativa trabaja en publicidad y en poner los nombres de Karaokes. «Otro garaje», le dije a P tras divisar un televisor con dimensiones de Eurocopa que trascribía las letras de la música ambiente. «¿Puedo cantar?» «Sí, pero por encima». Aquello colmó mis mejores previsiones. Perpetua me confesó al día siguiente que nunca me había visto tan feliz. Embrujo derrochaba desgana y luces LED compradas al peso. Como si un lupanar de Calasparra hubiera descubierto las virtudes del color violeta. Castigada en una esquina había una máquina de dardos que la camarera encendió con la misma desgana que nos puso las ginebras. «Solo me quedan tres dardos. La gente los pierde» dijo, mientras me dirigía hacia la Diana entre la invisible muchedumbre. Cada dardo impactaba en aquella atmósfera como golpes de realidad difusa. Como si aquel disfrute estuviera reservado para mí. Dejé que Perpetua me ganara al Cricket y nos dirigimos a Valladolid para cantar sobre seguro. Tras una hora de ensayo al volante ella dijo: «Pone que está aquí al lado». «¿Cómo se llama?» «Karaoqueen». Y me estalló la cabeza. Habría cambiado todos mis versos por que se me hubiera ocurrido aquel nombre. Mi vida tendría sentido de haber podido llamar a mi garito de tal manera. Cómo era posible aunar en un solo vocablo tanta belleza. Chiquito y Freddie Mercury se daban la mano en un antro esquinero donde fumaban Lucky tres tristes tríos de puretas. «Aquí sí que que sí», le guiñé un ojo a mi confianza. Dentro, la consabida televisión de Eurocopa y un vacío reglamentario. «¿Puedo cantar?». Y la camarera comenzó a divagar frases inconexas sin cuajar en predicados. «¿Pero entonces puedo cantar?» «Puede que sí, pero tienes que esperar a que venga el DJ, y si le cuadra...». Tenía todo el tiempo del mundo para asistir a aquel espectáculo. A las 23:30 con una puntualidad alpujarreña, entró por la puerta un septuagenario de reducidas dimensiones que entró con paso ciático a la diminutiva cabina. Aquel boato con expectativas de cartón me fascinó. El disc-jockey se ajustó los auriculares con delicadeza para no estropear su cano tupé inflado de laca. El lobo-hombre en París dio paso A quién le importa de Alaska. «Ma-ra-vi-llo-so», dijo Perpetua. Una parroquia de funcionarios divorciados coreaban con movimientos de boda los anacrónicos temazos. Lo más parecido a un micrófono era un perchero que olía a Varon Dandy. Sin dejarme amedrentar comencé a cantar los estribillos por encima mientras miraba a los ojos de la concurrencia con la seguridad que me daba su falta de vergüenza. «Hace mucho tiempo que se acabó / Pero es que hay cosas que nunca se olvidan...». «Cómo me ponen Los Nikis», le dije a Perpetua que alucinaba con sarcasmo. «Con los Austrias y con los Borbones / Perdimos nuestras posesiones...». Fui subiendo el decibelio de mi cante, ante el asombro de la menopausia que reinaba tras la barra. Rufino, a punto de jubilarse como jefe de sección, sintió una taquicardia. Quién será este forastero que nos roba la tostada. Su expediente, su Paulaner en jarra fría, se había descarrilado. Quién osaba cantarles su mutismo a la cara. Sentí que les defenestraba sus besos administrativos. Y allí estaba yo con el trino en astillero, desfaciendo el entuerto de la palabra Karaoke. «Habrase visto, Perpetua».

lunes, 15 de julio de 2024

LA BOFETADA

Volver a la infancia de la fiebre. Volver a mirar el sol por la ventana con envidia de piscina. Sentir el cloro dentro de la carne para llorar de dolor. La ventana es la pornografía de los poetas, la pesca de la emoción y la madalena del aburrimiento. Le succiono el comentario del móvil a un loco inalámbrico, a un viejo con paso de salchicha. Escucho la tos de una golondrina y el llanto de una maleta que se orilla por la sombra. Y me abrazo a este disparo de parvovirus calibre B19. La vida guarda una bofetada para los mirones. Se reserva el derecho a rematar a quien se conforma con ver. La vida se aventana, se microscopia y se te mete por el ojo celular a revolverte la mirada del ánimo. Te duelen las preguntas como aguacates vacíos. Andas con el paso de la tortuga, quieres pensar en la ganancia de la pérdida, en la claridad que existe en la lentitud, en el caparazón que forja la resignación. -«El sueño de las tortugas viene precedido de una especie de «lavado del muerto»», le acabo de leer a Jünger-. Los poetas nos curamos leyendo. Cuanto más me sube la fiebre más Nerudo. Leo páginas como si fueran miligramos. Sigo enfermo, pero me curo de espanto y floto la soledad a base de compañías que no fallan. Le meto mano al Mamotreto de Cimas, me araño una sonrisa mientras me duele el gemelo. El dolor se vuelve una pregunta si leo, ya no enferma tanto porque curiosea, se hace ventana por la vía de la lectura. Los poetas mecemos la enfermedad de la vida con el bálsamo de la lectura. Bálsamo suena a balsa, a barquito de agua sana que acaricia la saliva de un niño. El moco de un niño en laguarde puede desatar la tormenta en tu cerebro. Es el efecto mariposa de las ventanas. «Aquí os dejo este moco», pienso mientras le pongo letras a esta fiebre. Ojalá el poema suba la fiebre a las salivas. Ojalá se abrieran las ventanas de mis paisanos... «vete a la mierda Jonás», me oigo que me digo. La soledad -ya lo sabes- es el único lugar para el encuentro. A veces la calentura distrae a la página y se fija en el ladrido afónico de un pavo y la pala que recoge nuestra vergüenza. La ventana nos regresa como un tobogán a las habitaciones, como si fuera la última canción de Residente. Miramos por el tubo gazatí, tocamos el calor con las manos y giramos una mariposa. He vuelto a mirar el mundo con el ojo del flash de piña. Este hielo en la frente calienta los recuerdos de la chancla suelta. Me lleva y me trae por la calle que mira a mi ventana. Allí estoy yo mirándome, tumbado hacia el tour de Francia, cerrando los ojos al polvo que se revuelve con un sonido a hoja. Pistones de infancia Pasados los setenta. Llorar/reír por la brasa del picor y la agonía reumatoide.

miércoles, 10 de julio de 2024