sábado, 20 de julio de 2024

EL EMBRUJO

«Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme»

Voltaire

 

Perpetua me dijo «El perro verde, Zamora. ¿Habrá que ir, no?». «¡Claro!». En la puerta había un cartel con motivos de chiringuito y platos amarillos aderezados de sol. Tenía terraza. Un bloque de pisos aplastaba el local al que se accedía por unos tranquilos escalones. El olor a berberecho merecía pedir un café con leche para tantear al camarero. «¿La leche del tiempo?». Pensaba cómo responder al acertijo mientras el calor derretía la escarcha de una rabas preputridas, desparramadas sobre el mostrador, por la que zumbaban tres moscas con despiste. «Del tiempo, mejor», dije con timidez. Agradeció la respuesta mientras secaba su frente con el dorso de la mano. «¿Y entonces por la noche es Karaoke?», pregunté. Me dijo que no, azorado como un niño en renuncio; que el cartel era de hace unos años y poco a poco se le fue apagando la voz en un hilo ridículo hasta musitar un «y» transitivo hacia el silencio. Un motor en marcha puso el perfume y la banda sonora de un café con leche atemporal. Dentro, una pareja inverosímil se gritaba procacidades a medio camino entre la prostitución y la familia. Pogacar subía el Tourmalet azuzado por el ímpetu de Perico a todo volumen. Dejé las tazas sobre la barra. «Pero vamos que hay uno que se llama Cherokee aquí al lado y otros dos, creo, cerca de la plaza mayor». Aquello me supo a encerrona, pero habíamos venido a jugar. El camarero, anilla y salitre, parecía anhelar mi disposición. Su furtiva recomendación parecía avergonzarse de las frituras, como si con cada ración se le escapara un «Libre» de Nino Bravo, en íntima nostalgia. «Cherokee», dije admirativo a Perpetua. Hay nombres que alumbran su decadencia con solo invocarlos. «Gire levemente a la derecha» Y me vi ante una deslustrada nave color pistacho de faja negra que traslucía desidiosas capas de pintura de no se sabe qué cuñado. Nunca un desierto de luz tuvo tan mala acústica. «Manu Carrasco no se merece esto» y nos fuimos camino de la plaza por las soleadas sombras de los edificios que se vendían en bloque a precios comerciales y actualizados. La levítica plaza dormía la siesta. Un heroinómano gallego pedía ayuda para su autobús que alguien apaciguó con un cigarro. La barra lucía un «reservado para camareros», pero tras el mostrador solo había silencio. «Hola». Y un tamo rozó mis canillas. «Holaaaaa!», voceé forzado. Indiferencia de clientes y botellas. Pude sentir la orfandad de una mirada al espejo sin espejo. «Vosotras, moscas vulgares, / me evocáis todas las cosas». Fue recordar a don Machado y me asustó un «dígame» que no esperaba. Bebimos con diligencia los Acuarius para dirigirnos al «Embrujo». Ya se sabe, la gente más creativa trabaja en publicidad y en poner los nombres de Karaokes. «Otro garaje», le dije a P tras divisar un televisor con dimensiones de Eurocopa que trascribía las letras de la música ambiente. «¿Puedo cantar?» «Sí, pero por encima». Aquello colmó mis mejores previsiones. Perpetua me confesó al día siguiente que nunca me había visto tan feliz. Embrujo derrochaba desgana y luces LED compradas al peso. Como si un lupanar de Calasparra hubiera descubierto las virtudes del color violeta. Castigada en una esquina había una máquina de dardos que la camarera encendió con la misma desgana que nos puso las ginebras. «Solo me quedan tres dardos. La gente los pierde» dijo, mientras me dirigía hacia la Diana entre la invisible muchedumbre. Cada dardo impactaba en aquella atmósfera como golpes de realidad difusa. Como si aquel disfrute estuviera reservado para mí. Dejé que Perpetua me ganara al Cricket y nos dirigimos a Valladolid para cantar sobre seguro. Tras una hora de ensayo al volante ella dijo: «Pone que está aquí al lado». «¿Cómo se llama?» «Karaoqueen». Y me estalló la cabeza. Habría cambiado todos mis versos por que se me hubiera ocurrido aquel nombre. Mi vida tendría sentido de haber podido llamar a mi garito de tal manera. Cómo era posible aunar en un solo vocablo tanta belleza. Chiquito y Freddie Mercury se daban la mano en un antro esquinero donde fumaban Lucky tres tristes tríos de puretas. «Aquí sí que que sí», le guiñé un ojo a mi confianza. Dentro, la consabida televisión de Eurocopa y un vacío reglamentario. «¿Puedo cantar?». Y la camarera comenzó a divagar frases inconexas sin cuajar en predicados. «¿Pero entonces puedo cantar?» «Puede que sí, pero tienes que esperar a que venga el DJ, y si le cuadra...». Tenía todo el tiempo del mundo para asistir a aquel espectáculo. A las 23:30 con una puntualidad alpujarreña, entró por la puerta un septuagenario de reducidas dimensiones que entró con paso ciático a la diminutiva cabina. Aquel boato con expectativas de cartón me fascinó. El disc-jockey se ajustó los auriculares con delicadeza para no estropear su cano tupé inflado de laca. El lobo-hombre en París dio paso A quién le importa de Alaska. «Ma-ra-vi-llo-so», dijo Perpetua. Una parroquia de funcionarios divorciados coreaban con movimientos de boda los anacrónicos temazos. Lo más parecido a un micrófono era un perchero que olía a Varon Dandy. Sin dejarme amedrentar comencé a cantar los estribillos por encima mientras miraba a los ojos de la concurrencia con la seguridad que me daba su falta de vergüenza. «Hace mucho tiempo que se acabó / Pero es que hay cosas que nunca se olvidan...». «Cómo me ponen Los Nikis», le dije a Perpetua que alucinaba con sarcasmo. «Con los Austrias y con los Borbones / Perdimos nuestras posesiones...». Fui subiendo el decibelio de mi cante, ante el asombro de la menopausia que reinaba tras la barra. Rufino, a punto de jubilarse como jefe de sección, sintió una taquicardia. Quién será este forastero que nos roba la tostada. Su expediente, su Paulaner en jarra fría, se había descarrilado. Quién osaba cantarles su mutismo a la cara. Sentí que les defenestraba sus besos administrativos. Y allí estaba yo con el trino en astillero, desfaciendo el entuerto de la palabra Karaoke. «Habrase visto, Perpetua».

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