Qué exagerado parece. También la poesía parece una exclamación, como una madre que llora cosas de su hijo. Hoy el lenguaje se escribe con misterio, con el lazo cuántico de la emoción que nos lleva a sentir las flores de Reisinger que, por muy koreano que parezca, podría ser de Amsterdam. Cuando se te encara un pato como un cuadro de Bansky, cuando lo ves salir del agua como un padre de la CIA, sabes que la «realidad virtual» es otro pleonasmo. Sabes que su agua brilla demasiado, como salida del sueño de unas gafas, como el fosfeno psilocíbico de un atardecer por los arrabales de tus adentros. Solo hay que esperar. Aguardar a que suba un pájaro a la rama. Es sencillo y tranquilo, como suele ser lo importante. Te sientas, permaneces y el mundo se abre. Aparece la libélula, la estela de tu brazo y la metáfora. Cuando se reitera la jugada es cuando el lenguaje se demuestra exagerado. El mundo toma la dimensión que se merece y las palabras se amustian como una vergüenza que seca un poco. Y entonces las líneas vibran, el asombro renace, como diamantes en el Moko, como el Remix de Sofi Tukker puesto en bucle. Escribo este texto en mi cabeza. Con una tinta alemana pasada a un teclado japonés, hasta llegar a los bytes de un chip de Hong Kong arrancado a la tierra por los deditos de un niño congoleño. Y en el remanso binario de una catedral, allá por California, reposan los fotones de este blog que ahora lees. Como una máxima que repasarás dos veces para pensar que no la entiendes. Claro. Somos mierda. Somos la descomposición de la materia que busca un sumidero. Digamos que rosa. Pongamos por caso que sus canales van a dar al rojo. Al barrio lento de las miradas entornadas. A la tranquilidad del dalomismo como reverso del paraqué. Sí, qué exagerados son los poetas. Después del pellizco de un timón de pájaro el poema queda pulido por el filtro de la rueda. Qué exagerada parece la emoción misma cuando se abisma la eMe. Cuando la brisa púrpura de Oliver Latta atraviesa el viento del metaverso. Qué ocurre si desaparecen las preguntas. Ahora soy esa e huérfana de acento. La grafía cavernosa de una antorcha bajo el sol. La repetición actualizada de otra insignificancia. Seguimos llenando nuestro todo para nada. Seguimos -ahora que el asombro se deja- con la lengua de la mano. Chupo las salivas, exhalo las hamacas del aire. Me recuesto sobre mis ojos. Ya no espero a la verdad de mi razón. Soy para estar. Asisto. Sueño memorias sin certeza. Barro el viento. Cuento el silencio por decir, con los dedos del apego. «He tenido suerte». Una bicicleta fluye hacia mi labio. Un trasiego de labios rodados pilotan sus pezones. Las casas reverencian el paso de un alegre marica que canta con los brazos abiertos. Una ese camina por la cuerda del alcohol mientras los semáforos retienen el peligro. Las fachadas sonríen con sus bocas estrechas y se inclinan amables. Una erección de escaleras obligan al vuelo de las gaviotas. Es exagerado. Lo sé. Pero necesito exagerarme para vivir. Para volver al remanso de saber que no importa. Y escribo. La planicie riega licras apretadas, ya se sabe. Van al gimnasio de la maternidad, a la oposición a obediencia, a la jubilación por desastre. Dos niños abren sus cajones mientras apagan la luz. Duermen, mientras hablan a su madre. «¿Mamá?» sueñan en voz alta. Hay una realidad detenida que emerje cuando nos detenemos. La que nos ve cuando no la vemos y piensa «ahí va Jonás con su ceguera», con su caricatura, con sus versos patosos. Detrás de la realidad hay otra cortina donde un camarero escribe en su móvil que quizá «se le ha olvidado cobrarme» para después invitar a un chupito arrepentido. Sabe a la suave tristeza que compartimos. Alguien ha muerto. Puede que alguien nazca también en este instante. Y brindo por esta noria, macabra y hermosa.