jueves, 13 de septiembre de 2018

EL LORO

Érase una vez un loro que vivía en una gran jaula que le habían comprado sus padres. El loro había estudiado en la Universidad, claro, y tenía un plumaje exhibicionista. Rojos acarminados, verdes selváticos y amarillos de un brillo canario. La jaula tenía todas las comodidades: piensos variados, agua en varios depósitos y palos a diferentes alturas donde liberar sus cloacas. El loro repetía con dicción humana un extenso vocabulario y era la envidia de multitud de palomas que frecuentaban su jaula en busca de migajas. Las palomas permanecían ensimismadas escuchando la pronunciación humana del loro. Sin embargo, el loro, cuando aprendió todas las palabras que su pico pudo repetir, comenzó a fijarse en la libertad de las palomas que merodeaban en torno a su jaula. "Cambiaría mi plumaje por su vuelo (bis)", pensaba el loro. Un día, quizá por un golpe de viento, la trampilla que cerraba la pajarera quedó sútilmente desencajada. El loro, con el miedo de quién se enfrenta a la libertad, tocó con timidez la verja con su pico, dejando un rectángulo de horizonte sin barrotes frente a él. Poco tardó un palomo en entrar en la jaula y con una habilidad propia de loro se encerró echando el alambre por dentro. El loro, con su vuelo florido y su palabrería, pronto tuvo un auditorio de padres y niños que le procuraban alimento a cambio de una fotografía. Vio colmada su felicidad rasante de parque y merendero. La paloma, sin embargo, fue desalojada por los padres del loro. No querían un impostor, habían invertido mucho dinero en su mascota como para ser suplantada en un descuido. Un leve giro de cabeza, desnucó a la torcaz que fue arrojada a un contenedor de reciclaje.

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