"[...] aquí, no hay espacio para crecer más".
Alicia en el país de las maravillas.
Lewis Carroll.
Desde la conciencia de una
hormiga se miran mejor las estrellas. Se atisba la conciencia, brilla el tiempo
con su escombro y la piel importa lo que dura el hielo que lo tersa. El hielo
es el reloj del verano. Lo que dura una tarde en una terraza, lo que dura la
risa en una canción, lo que dura un orgasmo en lo furtivo. El hielo puede
quemar. La nieve calienta las manos del fraude. El
blanco -el verano es blanco- prolonga la brisa hacia noches de luz, noches
luminosas que brillan con sonido. La luz viene del grillo que titila su
estrella. De brisas de oriente con peine de abuelas. De memoria olvidada en
la saliva de un pecho. La claridad siempre es oscura. Yo hablo de luz. De ese
juego de sombras que pide su cal y su calma. El blanco es
el sonido de la siesta, de las fachadas listas para el tiro, para la violencia de
la mancha. La violencia tiene ritmos y arrugas. La arruga, lunares que llenan
de blanco la pelambre, posando el verano sobre la vida, con su armonía
lenta de cutícula. La hormiga cruza el blanco, evita el hielo y la sal. La
hormiga, en su seguridad desconocida, huele la diferencia y sale a tantear la
fruta. Y sin embargo se mueve. No necesita la indiferencia. Esa hormiga
blanca, que uno envidia a veces.
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