Fresno. Del lat. fraxĭnus.
1. m. Árbol de la familia de las oleáceas,
con tronco grueso, de 25 a 30 m de altura, corteza cenicienta y muy
ramoso; hojas compuestas de hojuelas sentadas, elípticas, agudas en
el ápice y con dientes marginales; flores pequeñas, blanquecinas,
en panojas cortas, primero erguidas y al final colgantes, y fruto
seco con ala membranosa y semilla elipsoidal. Que se joda Linneo. Yo miraba la caída de la piel del cosmos sobre el horizonte. Esa
hora donde la confidencia bebe en los pliegues del color. El azul
palidece como si la noche trajera una mala noticia, que luego
resulta buena. Como si una lipotimia le sucediera a la luz, como si
el muerto de la noche resucitara desde la brisa: Inversión Térmica, dicen los meteorólogos. Hay un instante absoluto. Esa pausa
agazapada que se oculta detrás del grito, como si fuera el humo de
un cañón invisible. Esa pátina que se instala en las retinas de la
belleza, esa llave, abre la estrella que filtra el universo. Las
montañas crujen, la química dilata las vigas, suenan los élitros,
un burro lamenta un gol y las cigarras hacen café. “¿Quieres
vino?”. El frío me fragua el brazo por sorpresa. Sirvo un río
diminuto que sabe a su sonido. Ella asiente. Nos miramos. “¡Voy a cortar ese puto cable!”. El banco donde apoyo
mis piernas sonríe con una enorme boca horizontal. Un lienzo me
observa. El brillo del mar se ha condensado y duda en gotear la
noche. Enfoca mis ojos que se dejan llevar hacia la brisa. Ella me
sonríe con la mano. Respiro hondo, como si el aire de la peor
noticia fuera buena, como si acabara la angustia. A veces, llueve
luz. A veces, me asusta una hormiga que se ha perdido por mi pierna.
Son sustos de mosquito, instintos de alegría, sangre y respiración.
Poco a poco, sutil como la ternura, el calor se va. El sumidero se
abre en azul. Micelios de tinta y sombra expanden lo nemoroso. Ella
asiente. Somos dos manos que se hablan porque callan y se despiertan
desde la uña del meñique. “¿Te he dicho ya que voy a cortar el
puto cable?”. Y el fresno se mueve como un pellizco de voz. Tiene
movimiento de chiste. Se agita como quien reclama. Me fijo a la
espera del oso. Observo la
cresta de su copa que alisa su dignidad y serena su movimiento.
Algunas ramas se funden en el casco de un ánfora. Ahora es
una cuadriga que se agita, animado como una linterna mágica, como
fotogramas mudos de una infancia con volumen. Sé que sabe que le miro. Intuyo
que me intuye como un niño cogido. “¿Quieres?” (leve susurro de uña) y una estrella atraviesa el
instante. La estela cuaja un silencio que hunde.
