miércoles, 29 de octubre de 2014

LA COSTUMBRE

“Vivir es amar y olvidar mucho”
Francisco Umbral
A Mónica.

Me gusta escribirte, saber que estás ahí para mi palabra, para esa intimidad que es la ausencia de tiempo. Amar es tener sin prisa. Lamer los márgenes de lo ajeno con la lengua lasciva de lo mío. Me gusta saber que duermes en mi cama, que me freirás un huevo si te lo pido, que me darás la mano si te cojo un dedo. Me gusta saber que estás en el silencio, que me desprecias tanto como se quiere a un hijo. Me gusta escribirte como quien repite un losiento, saber que en la costumbre repta el cariño. Me gusta escribirte porque me dirás que sabe triste. Me lo dirás con la ternura resbalando por tus ojos, con la generosidad infinita del odio que se contiene.


jueves, 16 de octubre de 2014

EL LÍMITE

-El verso llega antes.
-Abandonar un verso para inflamar el poema.
-El tiempo aplaca el incluso.
-Escribir, otra forma de otras formas.
-Ser solitario en soledad a bordo de la metáfora.
-Somos el límite que se acerca.

jueves, 9 de octubre de 2014

EL PICHICHI

A mi me pasa cuando leo a Umbral. Es como si jugases al fútbol con Messi que te la deja para empujar. Yo leyendo a Umbral, a Pla, a Lorca –cada uno con su regate- me pongo pichichi. Me recuerda a los partidos televisados de los domingos en la infancia. Luego salías como un loco a intentar la chilena de Hugo Sánchez y volvías a casa con dolor de rodillas y miedo a tu madre por haber roto el chándal. La influencia es un poso, una primavera anímica que hay que vigilar para que no te florezcan las pestañas. La influencia sin control es un imperialismo. Una metástasis del cáncer de otro. Todo matiz conlleva una diferencia. Por eso cuando a uno le sale un “ay”, clásico y dorado o un “osea” de Umbral, lo vemos bien porque pensamos que de algo ha servido tanta lectura. El problema es cuando no sabemos salir de ahí, cuando acabamos en "ino", el no sé qué y no sé cuántos, esto y lo otro del buenos días de vivir en Baños. Eso sí que que no. Hay un imperialismo emocional imperdonable que nos convierte en Del Bosque cuando vemos jugar a España, en Arguiñano a las dos y media y así. Le pasa al español con las vacaciones. Ve salir al vecino para Mallorca y él se compra una tumbona para la piscina porque al final el verano se mide en cascos de Nivea. Después del buffet libre cuesta acostumbrarse a la galleta, después del jacuzzi nos enfría el plato de ducha. Lo que pasa es que a mi me da por la palabra. Me pongo pichichi, ya digo, cuando leo con disfrute y me tiro al verbo. Somos el rescoldo de un mono que imita. Hay científicos que lo dicen y ponen el ejemplo del abrir la boca. Que somos monos lo demuestra el gusto por el pezón y la carne mollosa de los pechos, el avistamiento lascivo de la cadera más indecorosa. La imitación nos da un silabario mimado que deriva en lenguaje. Estirando el chicle de la imitación consigue uno tragarse un trozo hasta que la masa acumulada inflama el apéndice y se extirpa. Es el momento de poder sacar un soneto, como quién cura una peritonitis. Influencia y catarsis. Uno va pensando en morcillón cuando ha visto la porno y abre la boca, pensando en lo fácil que le va a Roco Sifredi, y asume que la vecina del quinto le está esperando en bata. Es la ósmosis de la inquietud, emular el gusto para continuar el placer. Al final no somos más que la prolongación residual de un orgasmo, un abrazo que se enfría.

miércoles, 8 de octubre de 2014

LA TORRE LUCÍA

Para Diana, Mónica y Abel
que estuvieron allí.

Plasencia tiene una plaza mayor recoleta de un calor aplastado que en octubre da sudor por las prendas confundidas del calendario. Heroinómanos tienden su mono pidiendo una moneda para su cadáver. Los camareros del Goya representan la hostelería castiza del bar estrecho con servicio al fondo a la derecha. Camisa blanca, pantalón negro planchado a raya y corte a la posguerra. Pocos negocios han evolucionado menos en un progreso evidente. Frente a la portada del Ayuntamiento se levantaba un escenario sin que ninguna pancarta anunciara su porqué, invitando a ese cotilleo que, a menudo, mejora la previsible realidad. Y recuerdo que mi hermano tenía previsto que "me han llamado para actuar en un festival de músicos callejeros en Plasencia". Y le llamo y me dice que va a empezar ahora mismo en el recinto de la Torre Lucía. Subimos hacia el teatro Alcázar, y de allí, sin más anuncio que un eco lejano de una cercana música, dimos por entrar al recinto de la cosa. "Supongo que será aquí", le dije a Mónica. Por los márgenes del recinto se desperdigaban varios instalaches en una asimetría rectangular. Vendían cerveza artesana a precio delicatessen; pequeños toldos prefabricados a modo de carpas plegables sosteniendo una pequeña sombra y un bafle mudo. Dos famélicas pantallas desamparadas en la amplitud de la plaza proyectaban el exquisito toque de mi hermano con su pose tranquila de virtuoso. Diana -ojos de glauca miel- nos saludó y escuchamos.

Engarzó arpegios, acordes y punteos hasta completar un breve repertorio de  media hora entrañable. Nunca ha leído un libro y tiene la vida llena. Posee una intuición que le desborda en una intimidad poética. Compone delicadas melodías desde la asepsia de su gesto. Bucles que calan la sensibilidad armónica del oído. El oído es el olfato del hombre. Sin nariz no sabemos dónde anda la creación. Es el vistazo que nos lleva hacia la taza caliente del temblor. “Son cien euros por una hora”, dice mi hermano, con ese desprestigiarse del que se gusta. Y ella, que se vende aprecioputa. “De lujo -me dice- que yo cobro a cinco euros la hora”. Me callo, yo no llego a cuatro. Abel siempre tiene una frase pedestre que le corte las alas a sus dedos. Es la ley del mínimo en serio. Eso le ayuda a desplegar su halo de bohemia encantadora que culmina en una meticulosa apariencia desarrapada, tatuajes y rastas. “Quién quiere semen de burra”, dice señalando una cerveza. Levanto el dedo “que sean cinco”. Y le clavan tres euros por vaso y se ríe con la risa de lo pasado, con la carcajada de quienes padecen la vida como quien oye llover -es agua, es vida, es semen de burra- y la tarde fue pasando entre besos, acordes y un speaker con gafas y bigote. Sus palabras inseguras desnudaban a un hombre tímido oculto tras las birras de un cigarro. Niños correteando, huyendo de madres rubias y abrazos de domingo. Tenderetes que ofrecían útiles de cuero de una manualidad repetida, de una artesanía industrial. Y nos cantamos unas rumbas cuando el alcohol había subido la luna a lo alto y las piedras rezumaban un relente de ocaso. Los cuerpos columpiaban el sábado cuando mi hermano dejó la guitarra para sacar el gorro de lana de las limosnas. Y por allí pasó mi librera con la belleza mortecina de lo flaco y su flequillo negro cortado a frente, y Miguel con su efébica novia, y Manolo quesiempreencuentroaalguiendeBaños, y mi prima Rebeca con su morenía a plena sonrisa. Había una ligereza fresca y olorosa de la noche que comienza. Y cuando todo se concretaba nos fuimos. El speaker brindó con Abel diciéndole “de dónde has sacado a este”, “es mi hermano”, escuché. Y me fui envanecido pensando en el gorro de las limosnas.

Ya en el coche, camino de casa, mi verborrea liquidó el diálogo en una incontinencia verbal que Mónica asumió con un silencio displicente. Llegamos al único bar abierto. En la oscuridad, la endogamia se muestra radiante, como una incapacidad que trota con su agónico troquel. Padres. Gentes sin más perspectiva que la prole, la partida y el cubalibre. Destierran el “noesesto” con el “ponmeotra” y se la ponen, y se ponen y se lo beben y se acuestan prolongando la tragedia hasta el próximo silencio. La semana trascurrirá entre horarios y disculpas para llegar al tesoro de las madrugadas. Víboras sin más veneno que un mechero que alguien robará con la risa maléfica de lo acumulado, ese absurdo del tiempo sin disfrute, esa acidia del cinismo que odia las preguntas.

viernes, 3 de octubre de 2014

EL BISTURÍ

A Pablo Gadea.

En estos días de tos, la luz parece un glauco resbaladizo. Y a la memoria acuden los vientos como emociones sin lugar, y los amigos con su huella de risa, y los parques con su orín embotellado. Octubre es un camino hacia el nunca del invierno, estrenar bolígrafo, como quien estrena angustia. Y por las oficinas del paro prosigue la noche con sus grapas en danza. Pisamos la grava inquietante de lo mojado, en pesadumbre. Por las ciudades, las avenidas esperan su riego y en el hospital un cirujano bisturiza la salud 147. En la habitación una madre grita, un niño llora y un gotero duerme. Las luces delatan el insomnio de las ventanas. Lenta va la muerte en sus cristales. Por la calle, los semáforos gotean rojo. En los pueblos, un roble se desnuda y otra anciana muere. Es el mundo conocido de las cosas que vuelven. La televisión nos sorprende lamentando la tristeza del domingo. Octubre es un marzo activo, la culminación del círculo, labios que vuelven a su distancia, subidas de frío, lejanía, noche, lluvia, etcétera.