viernes, 20 de noviembre de 2015

LA CERRADURA

"Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos pero doctos libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos"
Francisco de Quevedo.

A Mayo,
primavera adelantada.


Al meter la llave en la cerradura trinche un ojo. No hubo grito y detrás de la puerta no había nadie. Quién podía vivir con un ojo tan grande en un lugar tan pequeño. Su cabeza entera sería un ojo y sus pensamientos, enormes miradas pendientes del otro lado. ¿Podría el ojo mirar hacia dentro? ¿Qué vería? Yo miraba a aquel ojo y me preguntaba por qué fue a instalarse allí donde la vida era tan peligrosa, tan al capricho de una llave que pudiera reventar su córnea. ¿Siente el ojo o sólo mira? Quizá intuya como un gato que sueña con otros ojos mientras su párpado se agita sonámbulo. Los ojos tienen pequeños bracitos que llamamos pestañas, manos que acarician la piel enamorada que les mira de cerca. Volví a salir para mirar de nuevo por la cerradura. Comprobar si aquel ojo sangraba, si lloraba o se había regenerado como el rabo de una lagartija. Al acercar mi ojo a la cerradura, noté como una llave se incrustaba en mi córnea.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

LA AGONÍA

Un dolor se ha instalado como un cepo en mi mandíbula. Al pasar la lengua por los últimos molares tomamos conciencia de nuestro esqueleto como si fuera un hueso metálico. Mientras la aflicción punzaba mi mejilla he pensado (pensar corre más porque imagina) que degeneraba mi esclerosis, que la muerte vendría lenta con una agonía invadiendo a mis cercanos, y he odiado, incluso, a quienes no me compadecían. Al poco, el dolor ha desaparecido. La tortura ha mutado en alivio con esa conciencia en la vida que solo aclara la enfermedad y he vuelto a mis dolencias cotidianas. Así las cosas, cuando esta mañana he abierto la boca y no he notado la punzada en la mandíbula, he sentido alegría. Como si el consuelo hubiera acabado con el recuerdo me ha sorprendido la euforia. Mi dolor ha retrocedido dos días y vuelvo a sentir el privilegio de mi artrosis y el dulce anhelo de a suicidarme.

jueves, 5 de noviembre de 2015

LA NIEBLA

La lluvia fija el polvo, le da el gris necesario a la tristeza. La campana, con su sonido a memoria, toca la piel y levanta a los ancianos de Hammelin. La niebla sale de los desvanes a pasear su soga, su alegría pequeña, su moneda dulce de domingo. Cuando la lluvia cae mueve la melancolía una sensación de injusticia, de ansia tranquila, de tacto de lana. En ese charco, en la Katiuska de la comida caliente, se siente el privilegio de lo básico. Hay algo en la muerte que seduce, quizá su agonía marginal y amarilla, su alfombra de luz y monotonía. El agua nos lleva a la hermosa lucha del fuego con el aire. A esa llama que principia la pavesa, lo volátil. Y uno comienza a desconfiar del agua y piensa que el otoño es otro invento del gobierno. Y pensamos escribir un poema polvoriento y nos sale una caricia de abuelo que esconde el barro duro de los camiones. Ese poema que olvida el cáncer de la 507, que no se acuerda del vaho de los cuartos de baño ni canta el gol en una cancha de barrio. La lluvia convierte los días en domingos, en conforme mayoría. La lluvia es una apariencia que sacamos a la calle para que riegue las macetas con recuerdos. Y por un momento jugamos al parchís y contamos veinte, y pensamos que hace mucho que no contamos veinte, y nos acordamos de las personas que nos importan y pensamos en llamarlas y no las llamamos. La lluvia no cala pero nos moja un instante, y en ese momento nos volvemos gota y abrimos el paraguas para montar en el autobús del desayuno.