viernes, 23 de junio de 2023

martes, 20 de junio de 2023

EL TELÓN

He arrastrado mucha soledad. Quiero decir mucho tiempo -la soledad es poca cosa-, es algo que no se ve, pero que se arrastra cuando las matemáticas de la emoción no resultan en un espacio. He copado las distancias, he bebido en la angustia y me he quemado con las poleas del silencio. Sin embargo, no sé -el no sé me ayuda a limpiar los verbos- sentía una luz lejana pero firme que alumbraba la ternura, la pureza diminuta de lo cierto. Aprendí a bailar con el tiempo -años, lustros que pegaron su estirón-, y jugué a guarecerme por los huecos. No sé. No sé ayuda a que la equivocación no lo parezca, a que el acierto no se engole. He arrastrado alambres por el grito de las uñas. He maldecido nacer. He escrito todas las formas del amor. He desesperado y aún peor, lo he comprendido. He volcado al parati, lo que entendiera bueno. Hacia ese más he reducido mi vida. Pero -y este pero suena un poco a no sé- he descubierto sutilezas que hacen del instante un universo. Gestos que hablaban sin descanso, abrazos que lloraban de ternura, silencios que vaciaban el aliento. Hemos arropado muchos relojes. Hemos dado sentido al aire que inspira por nosotros. Hemos llorado alguna muerte y algunas alegrías. Acunamos al vaso de leche, fabricamos ilusiones, y hasta encuentro restos de hijo en alguno de mis besos. Creo que en ese viaje nos hemos ido queriendo con el tacto de los ciegos. He comprendido el agua de tu azúcar, cómo duerme el dragón si le das cariño y por qué silencias el lenguaje. Sé que visitas al temor detrás de los telones. Amar es querer y olvidar mucho. Aprendo cada día. Te descubro matices del humano que pretendo. No sé. He sabido que perdón y gracias son hacia ti lo mismo, que en lo único hay algo de eterno y que tienes aquí a un cobarde, para lo que quieras.

viernes, 9 de junio de 2023

LA UÑA

A María y Mónica,

público de uñas.

 

El cartel, de un rosa desteñido, situaba el Karaoke tras un giro de flecha hacia ninguna parte. “Debe ser aquí”, me dije. Ante mí, aparecía una gruta comercial bajo un bloque de pisos, algo impropio para que voces descarriadas aplaquen sus nervios. Transité un corredor que se oscurecía con precauciones de emboscada. Nada. Justo al final se abría otro a la izquierda, de iguales dimensiones. La penumbra se rompía a lo lejos por una luz británica que manchaba el suelo con timidez. Parecía cerrado, pero estaba abierto. “Buen síntoma”, pensé. Un paisaje nebular, una claridad confusa, mostraba un deje a casino acharolado. Madera bruñida por décadas de humo, ensombrecían el local. La barra de herradura, acolchaba los vértices con escay de autobús, rajado a veces por pellizcos de mechero. Emplastos de chicle cauterizaban la espuma, como hernias de mármol fingido. “Ahorá sé donde se retiraron los Corleone”. Dos octogenarios se ocupaban de aquel nido de traumas. Abultados sonotones les conferían aspecto a secretas trasnochados, como si el casting de El Vaquilla fuese allí. El centro de aquella decadencia era una mujer de pechos horizontales que se derramaba sobre la barra. A su derecha un hombre de piel cetrina y gorra de los Bulls, la chillaba con cariño. Quién sabe qué tragedia escondía ese ahorita etílico. Quién sabe cuántos kilómetros, cuántos familiares y cuántos agravios, tenía delante. Comprendemos que el calzador quiere ser cuchara, cuando entramos en un Karaoke. Que la confidencia púrpura del alba nace bajo un LED quemado. Compruebas que la tolerancia y el egoísmo se dan la mano en un Gyntonic, mientras esperas impaciente a que suene tu canción. Cada cual pasa el trago como puede. Algunos apuestan a un amor, otros beben con odio por algo que olvidaron. Hay quien tira de romanticismo y aquella balada que me sé. A la izquierda tres hombres vestidos de corbata, y ya en camisa, agitaban carcajadas con amagos de sifón. A la derecha, una barandilla sin un barrote, delimitaba un escenario de Joselito. Sobre el techo bajo, giraban luces camaleónicas con rapidez hipnótica. Trazos para una atmósfera de autos de choque y adolescencia con padre alcohólico. “El escenario es chiquito, ah”, dijo el achaparrado hombre de la gorra. Allí todas las voces se igualaban por una reverb excesiva, que las diluía en un ruido informe. Cualquier canción parecía la fiebre sonora de sí misma. Cantantes astigmáticos agonizaban letras perdidas en vídeoclips desteñidos, que se cortaban antes de tiempo. Yo estaba allí. Las “Reglas del Karaoke” recordaban la “prohibición de acceder al local con fiebre”. A la izquierda, las paredes se recogían como reservados. Disposición, iluminación y clientela, apuntaban a otro tipo de negocio. Lo reconozco, no tuve valor para ir solo al servicio. Pedí una cerveza mientras miraba la mugre que oscurecía las uñas del camarero. “Parece una tortuga”, alborotó el grupo encamisado. Corleone, con intuitiva venganza, se obstinó en sobar el gollete de mi tercio. No hizo caso al “mejor un botellín”. Dio igual, allí se bebe a chorro de inconsciencia. Cinco veces pedí la canción. El galápago muteaba su oído tras cada manoseo. Aquella atmósfera sin tiempo, aquella nebulosa de carretera hacia el baño, me embriagó. “¿Qué canciones tienen?”. Subió el volumen para entenderme que un deslustrado código QR facilitaría el repertorio. Mari Trini -claro-, Nino Bravo y Manolazo Escobar. Rancheras de Bertín Osborne, Julio Iglesias y “Abrazadito a la luna” de Juan Pardo. El parnaso verbenero desplegado en un PDF, con faltas de ortografía y anhelos de Excell. “Así no hay quien elija”, y entendí que Netflix nació en un Karaoke. “Pues Historias de amor, entonces”, le dije al menor de los Corleone cuando pausó su cara tras pedir Manu Carrasco. OBK marcaba la modernidad del repertorio. “Tranquilo, disfruta”, pensé. Asumí aquella vaharada mágica como premio a la imprudencia, y enfilé al escenario. Bajo el monitor que pasaba las canciones, un folio rezaba: “Se traspasa este negocio”. Repasé mis cotizaciones, en un segundo triunfal, para que un silencio expectante me conminase a susurrar: “Si pudiera demostrar...