"En los reinos de Goytisolo" (Cáñamo nº309, septiembre 2023)
martes, 29 de agosto de 2023
domingo, 27 de agosto de 2023
viernes, 25 de agosto de 2023
EL BESO
Excentricidad no hace talento.
Curación preventiva.
Me suspendieron locura.
El eurismo impuso su Heurística.
Sin modales no hay resignación.
Examen de competiciones.
Sororidad corporativa.
Hambre y hombre, claro.
El beso culmina el esperpento.
jueves, 24 de agosto de 2023
domingo, 20 de agosto de 2023
EL PUEBLO
Tengo a mis amigos
en mi soledad;
cuando estoy con ellos
¡qué lejos están!
Antonio Machado.
Huele a bosta, a bergancha húmeda, a
sombra de infancia con nervios de amigo. La memoria uncida
recupera espacios. Se daban los “Buenos días”, se llamaba
“Escuelas” al colegio, porque lo popular tiende al derroche del
idioma como único derroche. El “buen día” de hoy viene del
“good morning” y la Academia Muzzy que Bucay convirtió en ley de
felicidad para lectores en tristeza. Ahorrar la ese ha hecho más
pobres a los pobres porque les ha quitado lo popular. Ahorrarse lo
que les quedaba de pueblo les deja sin la máscara dulce de lo claro,
de aquello que se dice sin querer. Hasta un abuelo lo dijo. El abuelo
ya no está sordo y compra Imserso por el móvil. El abuelo, a veces,
parece su nieto y su nieto -no hay remedio- parece su abuelo. Sordos
para mis eses de “muy buenas”, juegan a no jugar y a veces dan
pena. El calendario cumple con sus ritos y el pueblo se vuelve
estrafalario. Siempre ruidoso (la campana, el tiro, la obra), ahora
se ladra en traca vespertina, se mea en cualquier puerta y se caga en
la acera del vecino “que ya no vive nadie”, para hacer del perro
el mejor amigo de la molestia. El amo mira para otro lado como
derecho. La misma firmeza con que se persigna cuando entra en la
iglesia para hacer el cotilleo en comunión. En la calle se finge un
“no te vi”, y se dice “a dar una vuelta”, “como todos los
años” y “si le veo por la calle no le conozco”. Se dice “Dale
recuerdos” cuando no se quiere ver y “Dale las gracias” como
martirio infantil. Los niños son el olor del verano, el chantaje de
los padres y la generosidad de los tíos. El niño sabe que el
chantaje es generoso, que el excedente hace el regalo y que un
caramelo no se agradece porque es un asco chupado por el tiempo de un bolsillo. El bolsillo es el cajón manoseado de los
viejos, el diván sudado que regala grima con venganza inocente. El
pueblo, con su microscopio de tiempo, con su ese que no se dice, con
su amnesia diligente que se guarda “por si hace falta”, camina
para sentarse a la fresca. Allí se recuerda sin querer porque lo
que se hizo y lo que no se hizo se concreta mejor en la ese de la
nada, de la vida no vivida, de especular posibles como redención,
para sentirte más lejos de ti mismo. En la fresca se pone cara de
culo, se mira el reloj “que es tarde” cuando se habla ridículo y
se despide uno cuando araña la nostalgia. El pueblo es caluroso, pero “de
sol a sol” y “la era” se guardan en el cajón de la ese. En el
pueblo se dice mucho “¿qué se dice?”, porque hay un guion para
cada encuentro. Si hace calor se dice que hace calor, si hace frío
“es lo que toca” y en esas obviedades se pasa la vida y se viene
la muerte tan “era ya muy mayor”. En el pueblo se guarda el
aborto, el deseo, y la mano que se me fue. El cuerno, los cuernos y
el accidente. El suicidio, la locura, y el luto. Un enorme desván de
memoria limpio de trigo y eses, listo para chillarse en un mal vino
cuando llegue San Isidro. El pueblo es un escape de moto, un frenazo
y un tiesto que se rompe. El pueblo está póstumo. Se pudre en el anís
y el coñac porque ahora se luce el vino, se habla de vino y se
vuelve por donde se vino. Se miente a las avispas de los higos, se le
gira la cara a los caños y se ignora que aquel niño podría ser tu
hijo. Un laberinto de calles, de paseos que dan a la plaza con sus
eses manriqueñas de pasodoble. Huele a charanga y a tortilla, a
arruga y a crema de la abuela. Huele a ventana abierta y a intimidad
cerrada. Hay huertas que parecen cabezas de mujer. Hay una pintada
debajo de un puente que nadie lee, que nadie siente y que nadie
borra. El pueblo tiene la tristeza de esa pintada indiferente. Hay
brisa de sombra y cerveza. Fresco de pezón y globo de agua. Miradas
furtivas desde la ese de sol de unas gafas. Deseos que no terminarán
nunca como la sed del pozo. Hay cola para el pan y un Gerardo sin
palique. En agosto al pueblo se le desinfla el Diazepam que volverá
en septiembre. Hay terrazas llenas sin hielo, sin pincho y sin
vergüenza porque “otra vez pusieron gaseosa”. El pueblo, ese que
vuelve, muerte a salvo, desván de navaja. Chillan los niños y
rebuznan los geranios que secó la desidia. La corriente da un portazo
y pita un coche. Suena un móvil mientras aparca un viejo que no
aparca nunca. “Papá que te estoy hablando”. “A ver si nos
vemos”. Frases perdidas en el nudo de la prisa. El pueblo se
obstruye, se atrompica, como un caño sin drenar. Agosto de arrastres
que no decanta porque se mueve la garrafa. La calma, trituradora en
paciencia, asesina del “no se lo digas a nadie”, explota con el
petardo del chupinazo. En agosto, los pueblos odian diferente. “Estás
más gordo”, “hace calor”, “ha cerrado El Carlos”. Vuelven los que se fueron, y se sale por la sombra.