viernes, 28 de noviembre de 2014

EL LÍMITE

Hay quien dice que vivimos la sociedad de la información, otros que somos el sudor del cambio climático, que tenemos el alma de teléfono, que no somos más que un capricho de Bill Gates. Pero lo que realmente existe es una interrupción de la vida. Vivimos un mundo interrumpido. Padecemos el coitus interruptus del anuncio, del deja ya la sopa que luego sobran filetes. No nos dejan estar un año entero de fiesta, ni cagar más de quince minutos. Se interrumpe como incitación a la culpa, a ese remordimiento que viene de la tarta y los regalos de la comunión. Tenemos el desgarro, el colesterol y los lunes. El ha llamado Juani de cuando estás a punto de saber quién es el asesino, el déjame a mi del obcecado bricolage. Tenemos el intermedio de las películas de las cuatro, la urna como ideología y la visita como amistad. La vida como interrupción de la nada es un claro ejemplo y de ahí en adelante. La interrupción es la mala conciencia, otro silencio, más polvo, etcétera. La interrupción como barrote, como guillotina, como límite entre los límites, como frontera casi muro. Limitar lo limitado es jibarizar. Y aquí nace la sinestesia del límite: la pastilla como salud, el escarceo como psiquiatra. Damos la parte por el todo como dice Jordi Hurtado. Nos conformamos con nuestro propio policía porque ya tuvimos bastante con don José, la señorita Pili y el comisario Fernández. La atmósfera es otra porción y pensamos el invierno como un tajo de frío paisaje, una claridad que deslumbra las fotografías y el turismo. El invierno es una realidad confusa que nos llena las manos de tazas de café y lecturas por las tardes (esto lo dicen hasta los que no leen ni les gusta el café). Las madres son la interrupción de los niños y los niños la interrupción de los padres. Todo es corte, sajo y dosis donde no se debe ser completo, hasta vemos bien la exodoncia y el vaso de vino en las comidas. Hay una obediencia al dos metros veinte. No queremos ser el chispi, ni Manolo el parao porque estamos a gusto en nuestro metro setenta. Nos gusta el como todos. Somos lo que da de sí un fin de semana. Eliminamos la abundancia para saborear la migaja. Cortamos el círculo para justificar el látigo. Y vamos depurando la mendicidad de la parte, ese amor por el fascículo quince. Nos conformamos con la foto porque no nos dejaron rompernos la vida. Tocamos objetos para calmar el hueco. Lloramos el recuerdo porque no pudimos calcinar el tiempo ni la familia ni los vulgares etcéteras, y seguimos con la angustia debajo del párpado, a sabiendas que sólo escuece el miedo. Interrumpimos el trago con aire, la risa con dolor, la caricia con futuro. Vamos donde quieren las ocho de la mañana. Somos la pausa detenida por otros, un eclecticismo de nata y fiebre. El debate a cincuenta y nueve segundos que siempre gana el Banco Santander.


viernes, 14 de noviembre de 2014

EL CRISTAL

A Mónica en mis 35.

En el otoño todo envejece un poco. El ambiente decae, hay un peso. Y hasta las tardes del domingo, ahora que se acabó la prisa, parecen el lugar. Y leo, escribo, (esas manías) mientras miro el brillo de tus ojos que responden diciendo que son los focos. Y digo que será eso para no saber qué eres generosa conmigo, que me ilumina tu sonrisa ahora que nos vamos haciendo lentos y repetitivos como estas tardes de domingo. Esta tarde me ha traído otras tardes en las que tú eras yo. Y me he visto leyendo con quince años donde yo era mi padre y leía a Neruda, leía a Bécquer y así. Esta tarde te he mirado como quien vuelve. Como quien pasea los ojos por la memoria, como quien regresa a la casa del pueblo con sus ráfagas de tiempo. Hoy mi oído anda disperso por alguna cosa interna, y no te entiendo a la primera. Por eso me fijo en el brillo de tus ojos rientes. Los ojos son el primer lenguaje dicen ahora los científicos, la forma en que decíamos que el mamut andaba cerca cuando éramos monus. A mi me gusta que nos hablemos en el blanco de los ojos, córnea a córnea. Ya ves, ahora Bécquer y Neruda me parecen pasado. Tú ya sabes que me gusta más Umbral –porque es más como tú, me dices. Esta tarde he recordado las tardes en que leía a Bécquer pensando en tu pupila y llegaba con mi libro a cuestas a regalarte amor. Ahora que el tiempo nos reserva un abanico lento de idioma blanco, debo darte las gracias por haberme enseñado las cosas. Saber que hablas contigo y no me dices lo que pasa. Me gusta asimilarme asimilándote. Saborear el hueco que se abre en el tiempo. Mecer el gato del misterio y su lenguaje. Venimos del latín y vamos hacia el gato. A veces me doy miedo y otras no me conozco, pero hablar es hablar de más, y yo, hasta lo escribo.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

LA SOMBRA

"¿Por qué enfatizar la nada?".
Francisco Umbral.

La vanidad es una venta, la publicidad impúdica de uno mismo cercana al cotilleo. Mostramos la intimidad como intento de empatizar, de llegar al otro por la vía corta de la emoción. La vanidad, vende nuestro miedo. Paseamos por el barrio rojo de la nómina o el aliento, algunos hasta le besan la mano al rey de Suecia. Vender como simpleza es pan para hoy y hambre para siempre. La venta que dura es lo íntimo emocionante. La venta como cualquier otra carne debe incorporar un brillo, un detrás que justifique, una figurita en el roscón. Por eso nos convence el silencio. El lenguaje explica pero sólo la emoción seduce y vamos conformando nuestro debería. Así el labio bajo el carmín con su frescura líquida. El cosmético se detiene como un maniquí del instante. El capitalismo es la venta de la venta, el vacío con lazo. Al final sólo nos quedamos con los libros porque roto el pantalón -crecido el niño- la ropa no sirve. Alimentamos al gato porque el hámster no trasmite. Y guardamos el plástico del ayer por si hay que descambiarlo pero su realidad es ya un futuro que emociona. Sin sentimiento no hay producto ni hay nada. Es el verso como servicio, como praxis, como dios manda. Todo esto lo saben bien los niños con su intuición recién abierta, despreciando los regalos para imaginar el cartón de la casa/caja.  Detrás de la luz: la claridad o la sombra. También la verdad se muere.

jueves, 6 de noviembre de 2014

EL OESTE

“Vosotras moscas ruidosas,
me evocáis todas las cosas”.
Antonio Machado.

"Hay una España que se despuebla y está al oeste".
De los periódicos.

A mi madre.
Al sur del oeste.

Da igual que sea Zamora. El oeste comienza en octubre cuando la lluvia, cuando los pueblos se descarnan, cuando el agua infla los ríos. Lo vertical regresa para concretar las calles, vuelven las uñas a ser cuchillos y los cuchillos a ser sangre contenida. Los años comienzan en octubre cuando las noches tempranas escriben su oscuro diario. El año comienza con la oferta de lanzamiento del cambio de hora, con el fascículo 3x2 del tiempo. Y los horizontes en barbecho como costumbres. Y los insectos secándose de niebla. Noviembre con su oeste sietemesino es una memoria de casas cerradas, kilómetros de frío y café caliente en el nido de las manos. Los mayores -esos niños del oeste- dicen que en los antes no había moscos por noviembre. Los moscos son más chicos y cojoneros porque buscan el orificio tibio pa depositar las huevas, la mosca en más grande, menos pesá y más de verano. Después de leer a Weisman se entiende mejor la psicología del frío porque el oeste -da igual que estemos en Bagdad- es “El mundo sin nosotros”. Las mañanas traen el olor a piedra de la leña, la lluvia con su melancolía repetida deshace las tardes. Cuando se camina en el ocaso -la tarde es una lenta caída de luz- se multiplican las siluetas de sombra, recordatorios de ti mismo. Hay un latido que se posa en cada objeto -esa memoria sin prisa- porque sabe que no hay a qué, ni a dónde y lleva dentro el silencio de los árboles. Por el oeste, se siembran respuestas, refranes como un costumbrismo del lenguaje, simplificando la vida hasta rozar la zoología. Toda repetición es triste porque el bucle es un misterio revelado, observamos la gota en el cristal y la luz que no se apaga en aquella casa del fondo, como una esperanza que gime en la noche, como una piel sonámbula que tantea tus ojos, antes que la claridad insomne amanezca. La repetición enseña, ayuda a saborear los gestos. Por eso la lluvia se copia cien veces, y acercamos la nariz caliente a las ventanas para tocar la vida con el dedo al dibujar un corazón. A veces, caótico como la chispa, surge la melodía de un verso de aquella forma. El oeste prende la pólvora y comprobamos que los abrazos siguen ahí. Todo el oeste es un pueblo que se marcha, un abuelo, un desván, una memoria triste que es como son las memorias. Fruta podrida tras los alambres. Vacas fingiendo el rumio. Que el oeste puede ser Tokio nos lo dijo Sofía Coppola en su “Lost in traslation”. Hay un mundo que se despuebla, un analfabetismo que se vuelve wasap, un ansia de luz, un hambre de perfume que acabe con las goteras. El oeste mira amanecer como quien mira el televisor. Mañana y noche embalsamando la vergüenza. Depósitos de diferencia en el delta de una cartera. Hay un oeste en cada mundo, un zéfiro que llora cuando se apaga la llama y una fotografía aparece en un cajón. Los cajones son olvidos al alcance de la mano; las manos cajones abiertos para nadie. No sé. A veces, detrás de cada letra sorprendo a la conciencia escondida que susurra. La señalo por ver si sale de su grieta, y la culpo de los oestes del mundo pero se esconde más, se hace más insecto. Y moscas por todas partes.