jueves, 5 de noviembre de 2015

LA NIEBLA

La lluvia fija el polvo, le da el gris necesario a la tristeza. La campana, con su sonido a memoria, toca la piel y levanta a los ancianos de Hammelin. La niebla sale de los desvanes a pasear su soga, su alegría pequeña, su moneda dulce de domingo. Cuando la lluvia cae mueve la melancolía una sensación de injusticia, de ansia tranquila, de tacto de lana. En ese charco, en la Katiuska de la comida caliente, se siente el privilegio de lo básico. Hay algo en la muerte que seduce, quizá su agonía marginal y amarilla, su alfombra de luz y monotonía. El agua nos lleva a la hermosa lucha del fuego con el aire. A esa llama que principia la pavesa, lo volátil. Y uno comienza a desconfiar del agua y piensa que el otoño es otro invento del gobierno. Y pensamos escribir un poema polvoriento y nos sale una caricia de abuelo que esconde el barro duro de los camiones. Ese poema que olvida el cáncer de la 507, que no se acuerda del vaho de los cuartos de baño ni canta el gol en una cancha de barrio. La lluvia convierte los días en domingos, en conforme mayoría. La lluvia es una apariencia que sacamos a la calle para que riegue las macetas con recuerdos. Y por un momento jugamos al parchís y contamos veinte, y pensamos que hace mucho que no contamos veinte, y nos acordamos de las personas que nos importan y pensamos en llamarlas y no las llamamos. La lluvia no cala pero nos moja un instante, y en ese momento nos volvemos gota y abrimos el paraguas para montar en el autobús del desayuno.

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