viernes, 17 de noviembre de 2017

EL OCASO



A Mónica,
que levanta mis ojos 
cuando agacho la mirada.

Hay un hueco detrás de cada letra, una realidad que mengua o crece al ritmo del conocimiento. En el capricho cotidiano, a veces se instala un farallón: ojera de insomnio y pureza. La imposible certidumbre de salvarnos de nosotros mismos, de no sucumbir ante nuestras preguntas, nos coge en la primera mano. La mano se trasforma hasta llegar al nosotros. Veneno y silencio, la ese abriga con su memoria de molde, y vamos poco a poco hacia el casi nada. Allí existe una certeza de pestañas y se puede hablar de lo que no se quiere: “Quédate”, “Dame la mano”, “Prometo no preguntar”. Y cuando la tinta arañe la última palabra, cuando el mundo se vuelva a su extinción (paso a paso en lo perplejo; corre una brisa) quizá un ocaso, haga llorar al cansancio.

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