domingo, 28 de octubre de 2018

EL GENIO

De vez en cuando sale un Goya para apuntalar el arte. Para darle rango, foco y Ministerio. El Ministerio es el foco del turismo, el rango necesario para pagar la entrada, convertir en negocio lo que no se entiende pero tiene premio nacional, cuadrándose el círculo del ocio (ese fin de semana de atasco y villorrio). Cuando nace un Goya se cala el mundo. La gente se calla porque sabe que ha pasado algo aunque no sepa qué, como un escape de Almaraz que desintoniza la tele. Goya tenía cualidades de tapiz real, por las que va prendiendo el tiempo y el opio hasta llegar a Saturno. Ramón es el Goya de las letras. Ramón tenía en su despacho dos botes, uno de opio y otro de ideas, pero yo creo que le sobraba uno. Ramón era un niño que supo jugar cuando le creció el Peterpan y se juntó con Campanilla de Burgos. Hacía greguerías por donde sacaba los flecos al misterio de la vida para que todos comprendiéramos la magia que existe en los objetos. La vida para Ramón era fácil porque tiene sangre y palancas propias. A él le gustaba tocar el silencio, darle la vuelta al mecanismo del gato y diseccionar la simpleza e impostarla de fantasía para convertirla en verosímil. La "greguería" se le fue quedando corta y se pasó a la "gollería", que no es más que la prosificación de su invento primitivo, darle una capa de venta con dibujitos y temas cotidianos para que las navidades le fuesen más rentables. Luego estira cada tema hasta hacer una novela. De ahí “La Nardo”, “El caballero del hongo gris” y así. Ramón hace sinestesia antes de que vinieran los psiquiatras a poner la palabra en su sitio. Umbral lo destila, le quita niño y le pone whisky optalidón. Paco iba por Vallecas y le mete un poco de cura chabolista, metro y chelismo. Se empapa de actualidad para vender mejor el presente. Se descarna escribiéndole la vida al hijo muerto para que viva mejor su tumba y nos entierra a todos en un lodo poético, en un alquitrán de metáforas que bebieron soledad pucelana y 27. Si la pintura tiene su genio en Goya, y la literatura en Ramón, el cine tiene su Messi en Orson Welles. Welles era un español que nació en América. Welles tenía la columna vertebral en Gredos, costillas en adobo y Valdepeñas. Quería vivir en Ávila, tocar la guitarra y torear a Dominguín. Se comía los puros, las imágenes y las actrices. Era excesivo, demasiado genial para ser español y por eso nació yanqui. Los genios saben que lo son aunque se vistan de modestia o se desnuden por locos. Lo sabía Lorca y se lo decía a sus "residentes". Camarón decía que “mi forma de sentir todavía no la han entendido” que era su forma gitana de llamarnos brutos. Lo sabía Paco de Lucía con su duende guitarrero de quince horas diarias. Lo sabía hasta el modesto Machado con su “debeísme cuanto he escrito”. Pero me falta el Goya del ruido. Wagner vivía en el oído de Beethoven. Quizá sea mi sordera para el acorde, mi agrafia sonora, pero no encuentro un Falla sin sífilis. No encuentro un Satie que aguante los experimentos de Zappa. Alguien que desentrañe las armonías del magma y los suname en melodías. La música tiene pianos suficientes para sufrir mejor que nadie. Tiene violines para llorar, plañideras que acompañen la tecla del escozor que tiembla en las agujas del ojo. Dónde el Induráin de la falseta. Habrá que entrar en el silencio. Sacar el desatascador para entrar en la oreja del sueño. Sacar al acúfeno para que Goya le dé un par de gollerías.

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