sábado, 20 de enero de 2024

LA MADRIGUERA

Einari no llegaba bien a la letra. Paakkanen parece que estirara el compás que le apellida lento como si fuera un tono MIDI. Da igual, en Finlandia -la palabra ya lo dice- lo importante es el final. Allí está el niño de Lukas Dhont y El Padre de Florian Zeller porque el arco iris tiene oído humano. Porque ya no existen mapas del tesoro, porque borraron las huellas de la ilusión, nos queda esta tristeza, esta ceniza soplada por el fuelle de la asfixia. Ahora solo hay que escuchar y poner el ojo en la memoria. Aquí está el parvulito que dejó el colegio de repente y el beso furtivo detrás de la columna. Está la viuda del Librium, el faringeo del Ducados y el pajillero del cualquiera. En el sumidero de ascensos se comparte la caída. Apenas se habla y se empatiza como si fuera un hospital. Karaokes de guardia para alegrías en punta y tristezas de cajón. Hay un silencio de ascensor antes de que arranquen las peticiones. La parroquia no sabe qué hace allí. Siguen la feromona del pasmo y guardan un chorro violeta en algún sitio. Aquí venimos los solitarios porque tanta soledad hace secreto. La enfermedad cura el remedio en compañía y si queda algún culo firme se le mira con ternura como se mira al niño con ojos de «pobrecillo». Ya se sabe: quien canta sus males señala. Algo saben de esto los flamencos. Los karaokes son tablaos sin preparar. Arte sin arte. Ínfulas punk para amas de casa que echamos la bronca a nuestra hija cuando pone La Polla Records. Aquí no hay tolerancia, hay indiferencia: biología que espera su momento. Se canta mal cualquier cosa como si la canción fuera una cerveza, un saludo o una tertulia. Aquí da igual que te dé igual o que te importe. Aquí el interés se gana con un escote o un besazo. A veces llega una voz de Hamelín que retuerce los cuellos. A veces hasta la luz se para para enfocar la escena aunque no se pare nunca. A veces el vacío se llena de fatiga y hasta el Hombre Plátano toma asiento, un poco emocionado. Que vengan los americanos a echar fotos y hacer antropología de catálogo, pero el misterio no se encuaderna. Saber que existe basta. Saber que el valor no tiene importancia, saber que hay eructos que acarician el llanto en barras sin corazón como luciérnagas de segunda mano, tomando whiskys de tercera. Se palpita decadencia a pellizcos de atención. Está la mujer que acaricia a su perro como quien peina al muñeco de su hijo. Está el hijo que nunca tuvo perro ni muñecos ya hecho todo un Funcionario. Y también hay algo de Benidorm. Ese pasar de la arena al piso cuarenta y siete sin saludar en recepción; de Raphael al Robe sin pasar por Beyoncé. Cantar en el Porkys es mirar el skyline por encima del hombro y triunfas si te graba el camarero en el sótano de un local vacío. Instagram es tu Grammy y sientes lástima por Rosalía en el Sant Jordi. A ratos, el ambiente parece de bolsillo, como de chicle pegado debajo de la banqueta. Son madrigueras de emoción a las afueras de Google. Perplejas librerías de Jagermaster y Marc Anthony; amigos anacrónicos que están por ahí. Hay que buscarlos, hacer el Maps y girar levemente a la derecha. Los abrigos esculpen las mesas como cadáveres después de una batalla. Aquí se resiste sin saberlo. Hay una revolución despreocupada como la taza de un váter roto. El negocio está en existir, en abrir la puerta al asombro y ponerle una cerveza. Junto al micrófono suele haber una fregona. La pista desliza un poco como baladas de serrín prohibido. Las paredes, decoradas de cierre, se funden por una lisergia de luces con fatiga. A veces, una risotada rompe la armonía. Hay una paz de psiquiátrico, de domingo escolar y coche viejo. Karaoke paradise, que dice Paakkanen.
 

2 comentarios:

Estela dijo...

Donde hay cante allí vamos

jonassanchezpedrero@yahoo.es dijo...

"La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu". Don Quijote de la Mancha.