martes, 29 de julio de 2025

LA CONFERENCIA

 JUAN RAMÓN MEDICADO (VOCES DEL EXTREMO 2025)

(SÁBADO 26 DE JULIO. CASA MUSEO, FUNDACIÓN JRJ, 13:30 H.)


https://www.youtube.com/watch?v=e7nUq58VZdc

Buenas tardes a todas/os:

Lo primero agradecer la invitación de Antonio Orihuela a participar en esta edición de Voces del Extremo. Por motivos laborales, siento no haber podido estar ayer (como en un primer momento se me asignó) y agradezco a los organizadores y compañeros que se vieron afectados por este cambio, el haberme facilitado participar en el día de hoy. Mi agradecimiento a todos ellos.

Para arrancar esta exposición quizá convenga decir que no soy médico ni farmacéutico. Tampoco soy filológo. Tan solo un avezado lector con mucho tiempo libre. Y esto fue, precisamente, el germen de esta disertación: la lectura en profundidad de la obra de Juan Ramón Jiménez. Tras ella, el estereotipo del autor de Platero y yo, quedaba un tanto desdibujado y resaltaba numerosas aristas que poco tenían que ver con la figura que de él había trascendido en los libros de texto. Me encontré con un autor polimedicado, víctima de intoxicaciones y convalecencias, amén de un escritor y una literatura que, en ocasiones, se acercaba a las fantasmagorías de Edgar Allan Poe, como el propio escritor reconoció a los poetas que le visitaron al sanatorio del Rosario, quienes a la pregunta de si trabaja, les contesta:

            «sí, claro, trabajo…, es mi único consuelo…, rimo mis penas…, mis visiones…, mis espantos… Estoy rodeado de dolor… Aquí todos los días, alguien se muere…, lo siento, aunque me lo ocultan… Este es un ambiente de Poe… Y yo tengo a veces la sensación de que me rozan almas que se van y veo cuerpos sin cabeza y grandes arañas peludas… Y para ahuyentar esas visiones, escribo[1]».

Bajo esta premisa de un Juan Ramón sumido en los efectos medicamentosos que procura el láudano, cabría entender los textos recogidos en el volumen de «Primeras prosas (1898-1903)» de donde extraigo por paradigmáticos los siguientes fragmentos:

            «Yo tengo siempre miedo a algo estraño, a una posible aparición macabra, a un no sé qué siniestro e invisible que me acompaña a todas partes. Y algunas de estas largas noches de insomnios y desesperanzas me da horror estar solo. […] Mi miedo es intenso y febril y la aparición casi cierta. Dos veces he visto en mi vida, a las altas horas de la noche, un hombrecillo estraño cuya mirada fija y siniestra me ha helado el alma. Y por los corredores largos encuentro siempre un perro negro con cabeza de hombre; sonríe y tiene los ojos iluminados y magnéticos; la esclerótica, de un amarillo intenso, y la pupila, fúnebremente negra. Me invita hipócritamente y me sigue despacio, esperándome a la vuelta de los pasillos oscuros. Hay días en que el perro debe estar enfermo, porque viene a sonreírme con la misma cabeza de hombre; una araña verde, grande, monstruosa, y esta ya entra en mi cuarto y sube por mi lecho blanco con sus patas erizadas[2]». 

En el mismo sentido encontramos una composición de «Arias Tristes» donde dice:

            «Alguna noche que he ido / solo al jardín, por los árboles / he visto a un hombre enlutado / que no deja de mirarme[3]».

o el titulado «Sangre», donde el poeta escribe:

            «He soñado con sangre. En el primer sueño, el sueño duro, el sueño pleno, entero, cálido, verdadero. Ríos de sangre han corrido por mi frente y me han enrojecido todo. Al despertar he mirado mis manos, mis sábanas, porque tenía la evidencia de que estaban sangrientas[4]».

Dentro de «Diario vital y estético» en la composición titulada «Sino de vida y muerte 1», Juan Ramón escribe otro texto «alucinado»:

            «Dos veces lo he visto en mi vida. La primera fue una noche de invierno y de frío en Sevilla a la salida de un teatro. […] Era un hombrecillo enano, magro, carnavalesco, iba envuelto en harapos sombríos y, en la suciedad del rostro, los ojos eran de un brillo, de un guiño, de una burla, inolvidables. Cuando fui a darle una limosna había desaparecido. […] Pero en las altas horas de una noche de Madrid, cuando mi coche llegaba a la verja de un hotel de las afueras, el hombrecillo enano, magro y carnavalesco abrió la portezuela. Brillaron los ojillos fijos y burlones. Vacilé un instante, con el mismo frío de la otra vez, bajé del coche y miré. […] ¡Nada! Pregunté al cochero: quién ha abierto la portezuela. / —Nadie, señor. / — Está bien. / Y en la casa me encontraron pálido […][5]».

Tras la lectura de textos como los leídos más arriba, me adentré en los epistolarios que la Residencia de Estudiantes ha venido publicando desde 2006. Recabé en los diarios del poeta y de su mujer, así como en un libro esencial para entender la vida cotidiana del escritor como es «Juan Ramón de viva voz» de Juan Guerrero Ruiz, amigo personal del matrimonio quien reflejó, en una suerte de crónicas, sus visitas al domicilio de la pareja. La consulta de biografías, ensayos y tesis doctorales han completado la labor documental de esta exposición, que viene a presentar el libro «Juan Ramón Jiménez y las drogas», de reciente aparición y al que me referiré de continuo por ser la base del texto que ahora leo.

En paralelo, mis lecturas drogófilas como la monumental «Historia General de las Drogas» de Antonio Escohotado o los imprescindibles «Drogas y cultura de masas» y «Drogas, neutralidad y presión mediática» de Juan Carlos Usó, situaron en el tiempo los consumos que el escritor de Moguer recibió por vía medicinal.

Para mi sorpresa, en tan enciclopédicos estudios no se referenciaba alusión alguna a Juan Ramón Jiménez, pero a través de ellos fui entendiendo los efectos que producen los alcaloides[6] opiáceos que, unido a una disección temporal de las medicaciones e intoxicaciones que padeció el poeta, mostraron una relación innegable (por inevitable) con su «enfermedad sin nombre» que condicionó su vida (y por tanto, también sobre su obra), donde los opiáceos y los neurolépticos jugaron un papel crucial.

A través de una larga nómina de doctores (en el libro cito más de setenta), el poeta fue medicado con Aspirina, Duboisina, Esparteína, bromuro, valeriana, bicarbonato, bismuto, cerio, ácido nítrico, citrato de magnesio, Thorazine, Seporsil, Torapine, Peptalmine, Recresal, lactodextrina, idionacida, Agocheline, Nuclearsitol, Purolan, tónico Roche, neurosina, Serenol, Penicilina, Butisol, Pepsina, opio (láudano Sydenham y morfina), meprobamato, éter, belladona, beleño, fósforo, Gomenol, estricnina, Bromidia, quinina, bromoquinina, amital, Urolan, Protinae, mercurio, arsénico, lacto dextrina, suero CCC de reacción suprarrenal, inyecciones de vitaminas, calcio Sandoz, aceite de hígado de bacalao, insulina, amén de otros específicos como la fitina; manzanilla o agua de azahar para aliviar sus digestiones y bicarbonato diluido en ginger ale, tabletas de café carbonizado contra los gases, pastillas de menta canadienses para su higiene bucal o pulverizadores y medicinas para la alergia, sales y Aromatice amonio para el cansancio, sin hacerle ascos al Moscatel, licor «Triple seco» Lerroux, el Jerez o el «Benedictine». El moguereño, además, tenía debilidad por el Maybul que tomaba por las tardes a las seis y media, y para cuidar de sus digestiones tomaba Tribalenta.

Su sensibilidad innata, su trabajo, y una percepción condicionada por el consumo de fármacos, conformaron una de las trayectorias más abarcadoras de la poesía castellana de todos los tiempos.

Este estudio disecciona en cinco bloques temporales la vida y obra del poeta de Moguer, junto con una introducción farmacológica y un capítulo específico donde se cita la nómina de médicos que trataron al poeta, entre los que se encuentran ilustres de la profesión como Valentín Sama, Rodríguez Lafora, Madinaveitia, Luis Calandre, Luis Simarro (con quien se mudó a vivir) o el más conocido Gregorio Marañón. Así, hasta identificar un listado de más de setenta galenos que le proporcionaron otra larga relación de medicamentos entre los que destacan el opio y sus derivados, como la morfina o el láudano. También neurolépticos antipsicóticos como la clorpromacina (que le administraban por vía intravenosa), pasando por inyecciones de arsénico, o ingestas de bromuro y éter hasta enumerar más de cincuenta sustancias, amén de otros remedios que conformaron, durante décadas, la dieta del escritor.

Este ensayo pudiera entenderse como una de las piezas perdidas que ayuden a completar el puzzle biográfico de Juan Ramón, centrándose en aquellos aspectos que, quizá por romper con su estereotipada imagen, habían sido soslayados.

La palabra droga, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española no es más que una «sustancia o preparado medicamentoso de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno», algo que la Organización Mundial de la Salud concreta como «toda sustancia con potencial para prevenir o curar una enfermedad». Sin embargo, el estigma que dicha palabra conserva entre la población quizá haya hecho que este aspecto de su biografía fuera relegado, cuando no silenciado, de una manera casi vergonzosa.

Creo que «Juan Ramón Jiménez y las drogas» aporta algo de luz a los aspectos más crípticos de su obra. La conexión con la naturaleza, su concepto de divinidad tan mareado por sesudos ensayos literarios, así como sus libros más innovadores léase «Diario de un poeta reciencasado» o «Espacio[7]» y «Tiempo[8]», tienen a través de este ensayo una nueva interpretación. Sus fobias a los ruidos y los olores, su hipocondría e hipersensibilidad, sus desavenencias con los poetas de la Generación del 27 (a los que apadrinó en sus publicaciones), son aquí revisados.

Un extenso aparato de citas documenta de manera oportuna el conjunto de este ensayo que, junto a una bibliografía de más de un centenar de títulos, quiere evitar subjetividades.

Presentaré, para quienes escucháis esta disertación, una rápida sinopsis de los episodios en que estructuro este libro.

La primera la denominé Infancia y Bohemia. Abarca desde su nacimiento en 1881 hasta el año 1900, momento en que el poeta parte hacia Burdeos para ingresar en el psiquiátrico de Castel D´Andorte, a los cuidados del doctor Lalanne. A este periodo pertenece la estampa recogida en Platero y Yo titulada Almirante, donde Juan Ramón escribe que tras la congoja sufrida por la venta de su caballo tuvo que ser medicado:

«No sé cuántos días tuve el corazón encojido. Hubo que llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más».

El láudano (tintura de opio mezclada con alcohol, normalmente vino) estaba presente en el botiquín familiar, por lo que no habría sido nada raro tomarlo en aquella crisis. En las evocaciones de «Por el cristal amarillo» el poeta escribe:

«Mi madre despertó, de su sopor del láudano, alzo los ojos a la puerta y nos llamó».

En esta etapa tenemos a un poeta que frecuenta los prostíbulos de Sevilla, y arriba a Madrid de la mano de Villaespesa, tratando a Rubén Darío y a Valle-Inclán. El primero escribirá poco más tarde el poema «Ensueño de opio», el segundo fue un dipsómano veterado y el tercero un buen fumador de cannabis (donde su obra La pipa de kif es solo un significativo ejemplo).

Dentro del periodo Juventud y Madurez (1901-1916), recojo las vicisitudes de Juan Ramón en el psiquiátrico de Burdeos donde mantiene un affaire con la mujer del doctor Lalanne que precipita su vuelta a Madrid. También merecieron las «atenciones» del poeta las hijas del galeno que le daba cobijo: Marthe y Denise (de siete y dos años, respectivamente).

Al regresar a Madrid ya tenemos a un escritor habituado a tomar opio como se desprende de la lectura de su «Diario íntimo[9]» de 1903.

Juan Ramón se instala en el Sanatorio del Rosario donde tiene distintos escarceos con las novicias y sigue medicándose. Allí pasa los mejores años de su vida, según palabras del propio poeta.

Vuelve a Moguer en 1905 debido a la ruina en que se encuentran los negocios vitivinícolas de la familia y permanece allí hasta 1912, fecha en que vuelve a Madrid. El escritor ya pasaba por un enfermo crónico de «neurastenia». Una enfermedad de origen incierto y carácter nervioso que solía aplacarse a base de opiáceos. Desde 1912 hasta 1916, año en que contrae matrimonio con Zenobia Camprubí, el poeta continúa consumiendo opio, tal y como se desprende del epistolario que mantiene con la que será su futura mujer.

Bajo el epígrafe de Vida Conyugal (1916-1936) se recogen los años en los que intenta tomar las riendas de la economía de la pareja a través de su trabajo literario. Algo que será tornará imposible. Gracias a las crónicas que escribe Juan Guerrero Ruiz de sus visitas al domicilio del escritor (al modo de las «Conversaciones con Goethe» de Eckerman), sabemos gran cantidad de datos acerca de las drogas que recibía Juan Ramón de la mano de doctores como Gregorio Marañón. 

Entre 1936 y 1951 agrupo los años de su Periplo Americano. Aquí se cuenta cómo salió  de España con apenas «dos maletitas», con mudas de ropa, un traje, los anillos de boda y «unas medicinas», porque «yo estaba bastante enfermo», reconoce el poeta.

En este periodo su adicción a los fármacos va a encontrar uno de sus picos cuando, en 1940, ingrese en el hospital de Miami bajo una intoxicación de morfina que dará pie a la escritura de dos poemarios «Espacio» y «Tiempo», el último publicado de manera póstuma.

Ambos títulos están escritos bajo una «embriaguez rapsódica» como el propio poeta reconoce en carta a Enrique Díez Canedo. Aquí el nexo entre vida y obra, y la influencia de las drogas que consumía por vía medicinal, se hace más evidente. Para aquellos que no estén familiarizados con los efectos que los opiáceos producen sobre la psique humana, conviene señalar que ocasionan una distorsión en el modo de cómo se perciben «el espacio» y «el tiempo», precisamente.

El quinto y último bloque titulado Premio Nobel y Ocaso recoge el tramo vital comprendido entre 1951, con su última llegada a Puerto Rico, y la muerte de Juan Ramón en 1958.

En este tramo de su vida encontramos al escritor con una salud muy quebrantada fruto de la polimedicación y las abstinencias opiáceas acarreadas durante años.

Sufre episodios paranoides y es tratado con clorpromacina, un potente antipsicótico. En este periodo el matrimonio debió contar con una potente botica ya que Zenobia Camprubí también tomaba opiáceos y sedantes para aplacar los dolores producidos por un cáncer de útero recidivo que acabaría con su vida en 1956, pocos días después de que le fuera concedido el premio Nobel de literatura a su marido.  

Es probable, incluso, que el poeta recibiera electrochoques en la recta final de su vida, pues desde la dirección del hospital donde se encontraba ingresado, pidieron autorización a la familia «por si fuera necesario».

En el mes de mayo del presente 2025, se cumplieron 67 años de la muerte de uno de los más grandes poetas en lengua castellana cuya «enfermedad sin nombre» se ha visto soslayada y silenciada de manera sistemática por investigadores y estudiosos del poeta, que han ignorado una información necesaria para poder entender con perspectiva las numerosas lagunas de interpretación que tenía su inabarcable obra y desdichada vida como paciente crónico, de su autodenominada «enfermedad sin nombre».

Con este ensayo, fruto de tres lustros de lectura e investigación, he tratado de aportar un poco de luz a su biografía y a su obra. El trabajo ha salido adelante gracias al empeño de buenos amigos que no puedo dejar de citar como Juan Carlos Usó (doctor en sociología) y Fidel Moreno (escritor y director de la revista Cáñamo) que, tuvo a bien firmar el prólogo de este libro. La amabilidad en el trato de Javier Fernández como editor de El Desvelo ediciones, han hecho el resto.

Muchas gracias.

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA:

CANSINOS ASSENS, Rafael.

2009. La novela de un literato 1. - Madrid: Alianza. 

ESCOHOTADO, Antonio.

2008. Historia general de las drogas. - Madrid: Espasa.

GONZÁLEZ DURO, Enrique.

2002. Biografía interior. – Madrid: Libertarias Prodhufi.

JIMÉNEZ, Juan Ramón.

1969. Libros de prosa de JRJ. 1. – Madrid: Aguilar.

1986. Tiempo y espacio. – Madrid: Edaf.

2005. Obras selectas I: antología jeneral en prosa, 1898-1954. – Barcelona: RBA.

2022. Diario íntimo. – Sevilla: Athenaica.

SÁNCHEZ PEDRERO, Jonás.

2025. Juan Ramón Jiménez y las drogas. – Córdoba: El Desvelo.

USÓ, Juan Carlos.

1996. Drogas y cultura de masas. - Madrid: Taurus.

2019. Drogas, neutralidad y presión mediática. - Santander. El Desvelo.



[1]CANSINOS ASSENS, 2009. p. 165.

[2]Jiménez, 1969. p. 90.

[3]González Duro, 2002. p. 86.

[4]Jiménez, 1969. p. 425.

[5]Jiménez, 2005. p. 902.

[6]Alcaloide: m. Quím. Compuesto orgánico nitrogenado, como la morfina o la cocaína, producido casi exclusivamente por vegetales. (Fuente: «https://dle.rae.es/alcaloide»).

[7]Publicado fragmentariamente en distintas revistas en 1941, 1943 (Cuadernos Americanos) y, publicado de manera íntegra por primera vez en el número 28 de la revista «Poesía Española», en Madrid en abril de 1954.

[8]La editorial madrileña Edaf publicó por primera vez el texto junto con «Espacio», en edición de Arturo del Villar, en 1986. «Tiempo y espacio». - Madrid: Edaf, 1986.

[9] JIMÉNEZ, 2022.

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