Tiene una lija el tiempo que desgarra los conceptos. Como la goma cuando quiere borrar la palabra y acaba por romper el papel. Hasta la pureza de lo áspero se llena de celulosa y todo se mezcla en una zeta que se confunde en un siete o un ahorcado que parece la margarita de un niño. Qué distintos los afectos según quien. Para Abel Azcona la familia es un arpón que no acierta, una almadraba de sollozos y una flema de sangre metida en un marco. La flecha se pinta con un trazo a la contra. El mismo dedo que acaricia, dispara. Si recuerdas tu oreja de gato, puedes escuchar la belleza de la paradoja. Tumbarte al sol para lamerte el absurdo. Excitar los cojones a la metáfora hasta confundir semen y sangre como hace la ketamina. John Cage no consuela. El azar puede intercalar una hache o no. Quién sabe. El micelio es otra música que no oye, otro misterio que avanza como una viñeta de Riki Blanco, con la poética expansiva de la brisa. Si se coge no sirve, si se toca no vale, como el sueño. A esto llegaron Calderón y esta gente, creo. Da igual, siento la celulosa en las buenas personas y en las virutas de papel de los cobardes. Tienen un mismo blanco, unas migas de cal escondidas tras los párpados del ya. La costumbre, con su ácido tranquilo nos llena de tinta y nos saca otro folio como si fuera un profe. Nos atusa el saludo, la tarta de queso y el Instagram. Todo cabe en una foto con la tristeza tutelada del «sonríe». Cuando las cerraduras se mueren de aburrimiento y nadie palpa los muros qué nos queda. Qué distinta es la belleza del vello al microscopio. La escala también tiene su dosis. También el veneno está en la frecuencia y la velocidad. Está en lo inerte, en el cúmulo del aire según sople la efe. La armonía tiene su propio amor, su propio valor como lo cuántico. Y así hasta llegar a la emoción, al intransferible papel de la celulosa de otro. Dicen los físicos su etcétera de ondas. Su gato se tumba en una caja y puede estar de pie y esas cosas. Sus biologías de incertidumbre, su Heisenberg. Ceros y unos en una metástasis de orden. Un Mandelbrot remolón y binario que suena a cáncer terminal. Después del para qué volvemos a la tortilla francesa y la tos del niño. Pasamos de la luna al cigarro, del síquiero al putacabrón. En esa crisálida vuela el tiempo, la zona de luz de Pablo Guerrero.
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