miércoles, 8 de julio de 2009

LUNA LLENA

El oxígeno comienza a resistirse. Los sonidos se van achicharrando. Los insectos no saben qué hacer porque las brasas caen como abismos cotidianos. Nadie parece incómodo en la tragedia. Un niño sangra sus heridas con tierra adentro, un padre se bebe acodado en el frescor artificial de la compañía. Don José mira despreciativo a su mujer, a sus suegros y culpa a su hijo tonto, que se cae a cada poco, de que su cerveza ya no suene a limpio, ni esté fresca y el beso de su mujer le incomoda como un trago caliente. Las calles son un revuelo de sombras alborotadas y solanas sin pavimento. La sombra de un niño sin sombra y sin padre que le diga que hasta las cinco no se sale porque se molesta a los vecinos, fuma a escondidas. Más calor, más humo, más julio para su vida. Al despertar de la siesta maldice el calor febril que le obliga a despertar dos veces. Ella duerme abajo, dice que ronca. El gato se espande en el recodo de la terraza recién regado, detrás de los punzantes filos del aloe. La bicicleta recién hinchada espera a que el tour acabe y la tarde se haga paseable. Un acopio de cervezas amontonadas en los rincones olvidados de los sitios se confabulan con los señores cigarrillos para asaltar las tapias de la abulia. Alguien lee un libro, alguien se masturba, alguien espera a que su vecina pase fugazmente en ropa interior (suerte será el desnudo) por la ventana de cortinas descorridas. Nadie será feliz esta tarde incómoda, febril, gastroenterítica. Alguien, me refiero a una persona, partirá hacia un movimiento, buscando la saliva del labio desconocido, la adolescencia de lo fortuito. En tardes de julio como esta sólo existen las lunas crecientes del misterio, las miserias taciturnas del desvelo, la fantasía y el ganchillo.

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