«Me voy a verte a menos que me digas lo contrario». Así que Pablo se vino a verme y nos vimos. Me vino bien expandir el corticoide, dejar que el atleta mental se pegara unas carreras por las oreja amable de un amigo. A mi el corticoide me pone el ánimo de punta como un desasosiego alegre en multitarea. Si leo, me asaltan ideas que apunto en la libreta donde encuentro una referencia que me lleva a un libro, que me enciende un documental, que lanzo desde el móvil y «ahora me pondré a estirar en la esterilla que son las siete». El amigo es la versión ajena de ti mismo. Por eso no te importa si no viene y si se va hasta quién sabe cuándo. Pasa con los libros. Uno lee, busca y trata lo que le resulta confortable y más a estas edades donde de tanto tirar del carro le salen a uno las ciáticas. La vida, esa cosa pesada que consiste en ir tirando, ha de apaciguarse. Por eso ya, los «quépasa» se vuelven «hastaluegos» con un cinismo de bar y agua pasada que hasta Heráclito se queda bocas. Pues sí, Pablo, nos dimos el repaso. Y muy bien, la verdad. Me vino guay romper la dexametasona con el canuto. «Y un 0,7 para que empuje la risa no?». «Yo lo que tu digas». El amigo es esto: onfaloscopía resultona para tardes improvisadas de frío invierno. Este puto frío, que me tiene barométrico, concentra familias que cocinan su cariño en reuniones de fracaso hiriente. Siguen instalados en la fecha. Riegan la ceguera, limpian el granito mientras piden el vino más tinto que tengan. Somos el rito de la ronda, fichar con el amigo, llamar en plan pedorro y no más de tres minutos. Necesitamos al funcionario para pensar que se funciona y desterrar el para qué. Necesitamos el puto plural para manchar al otro, ese «infierno» de Sartre que soy yo. Pues eso, que digo que guay, que sí a todo y eso. «Pablo yo mañana tengo fisio quédate a dormir si quieres pero yo me recojo que me duele y con el pastillaje pues ni una cerveza». Se piró y me quedé con mi ciática en buena compañía. Voyme encontrando cada vez mejor porque, al final, el mejor remedio es la pausa. Lo que la elegancia hipocrática llama reposo, claro. Hay que reposar, hacer parada, tumbarse. Esa vida de tumbado que se está perdiendo y que ensayo desde hace un mes con delectación corticoidal. Escribo, leo, veo películas. Disfruto del tiempo que quería dedicarme. Reposo, bendita palabra. Hay que parar. La ciática me ha reconciliado conmigo mismo. Hay que saber escuchar al cuerpo. El dolor es un padre putativo, una masterclass endógena, un heroico pinchazo. Te restriega por la cara los absurdos y te transforma, como cuando a Rajoy le dieron la hostia y se le puso el jeto interesante. «Pero coño, qué ha pasado aquí». Sin valorar la magnificencia de una baja por llevar sentado veinticinco años, reconoceré que tiene algo de heroico. Partirse el lomo por defecto está a la altura de los más grandes. Quizá Krahe me tendría en cuenta. Los flamencos me entronarían el mote del «Tumbao», para crearme una eximia alcurnia para los restos. Ejerzo mi condición de tumbado con todo el respeto que se merece una especie que se ha perdido. Reivindico al tumbado desde el fraude ciático. No debería ser necesario trabajar la butaca, ni doler la pantorilla para tumbarse. El tumbado es la aspiración, el verdadero estatus, eso que unos llaman éxito y otros premio Nobel. Juan Carlos Usó, con su bisturí tranquilo, ya sajo el tema tumbado. Onetti, Valle, Proust, Aleixandre, fueron eximios horizontales a los que me reivindicar. En su imaginación desde lo inane me fundo como un Don Quijote recién encamado. Si en mi soledad habita mucha gente, en mi inacción la noria no se detiene, revuelvo la biblioteca, me explayo en el detalle que lo vertical interrumpe con la batalla del horario. Saco la memoria de las tijeras y me acuerdo de los quienes. Lamo estas palabras, chupo el reposo y me doy las gracias. Me agradezco. Me olvido de los besos chupados. Cojo el humor de los pelos y lo arrastro. Que se alije, que sangre un poco, que se joda. El humor necesita frescura para no caer en el chiste. Sin costra no hace gracia me dice el corticoide. Este puto frío, esta nieve que abre los sabañones del pedernal devuelve el dolor a su sitio. El ruido del alcohol sacude el bar. No entro. Sin beber el alcohol es insoportable. Salgo de la fisio y busco la cafetería jubilada donde comer dos porras pensionistas. Los tumbados tomamos el descafeinado caliente, llenamos de lana el estómago y nos ahorramos Omeoprazol. Una ciega reciente me dice que le avise cuando acabe el churro. Coge el bastón casi nuevo y lleva el pelo recién peluquerado. Aún tiene una ceguera activa, esperanzada, como toda ceguera. Quiere sentir el calor del café, la mirada de coñac y la perversión del deseo patoso. Niños de colores letanían mil euros por la tele. Pienso que «le pediré un bastón a los Reyes; no imagino mejor complemento para un tumbado». Salgo, en la calle solo hay un ruido de luces que alertan alegría. Vuelvo a casa que tengo cita con el corticoide. Acudo al Ambulatorio electoral (ayer hubo elecciones) y veo que mi pueblo sigue siendo de pueblo. El resultado está en la puerta por si a alguien le interesa. Sacaron la silla de ruedas y pusieron una urna. Guardaron la camilla y pusieron una cabina. «¿Qué pasa? ¿Nadie ve estas metáforas?», me digo mientras entro a una sala vacía. Estas coyunturas locales de la España póstuma no dejan de generarme ternura. Esa tristeza amable de lo insignificante, de lo hecho porque sí. Sin más propósito que amagar al tiempo, fintar a la necesidad con visos útiles. Esperar que alguien repare en ello, reconfortarse como quien encala un gorro o ajusta un beso. La puerta está entreabierta, pero la doctora no me llama y es la hora. «Raro, esto huele a doctora de La Garganta». Llamo antes de entrar -los tumbados tenemos decoro- y digo el «¿se puede?». Gladys se azora y me recibe con sus famélicos huesos y unas gafas que le pesan la cara. «Sí, reduce el corticoide. «¿Has perdido peso?». «Sí». «Hay que pesarse». Y siento que su anorexia se impone a mi ciática. Salgo. La sala sigue vacía, pero alguien ha apagado la luz, dándole carácter al silencio. La enfermera, inflada de penumbra, me mira resignada. «87,1». Mis brazos cuelgan como abrigos.
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