El precio necesita mito. Hay que envolver el regalo. Hay que reducir el pensamiento a mercancía, darle valor al hueco para pensar que la nómina merece la pena. Desterrar nuestra gilipollez y olvidar la quemadura de los despertadores. Cada cual posiciona su industria en la cesta que más le conviene. Tenía razón Escohotado. También los iconoclastas, los escépticos y los sin pose tienen su ramalazo, las más veces de obispo afligido. Inflan su conocimiento a base de graníticas egolatrías con las que navegar su vida a la contra. Se automitifican para soportarse (ahí voy un poco), con muchas dosis de defensa propia. Yo suelo acabar en el desprecio por evitar el insulto. Si trato de igual, me siento agredido y por eso paso como de la mierda. El mito «consiste en narrar una historia de otros como la nuestra»*, una simplificación. Reducir el pensamiento a un catecismo, a una letanía sin más razón que la comodidad. Tiene la verdad de la mayoría, del tópico, de la tradición y la historia, ese barro. Se construye para pagar la hipoteca, la cerveza o decirle a tus hijas que tuve mala suerte, según. El mito también quiere justificarse, explicar sus circuntancias, decir que el Robe era chapista y Camarón un yonquito de San Fernando. Pero eso en sí no vende nada y hay que enseñar el tomate. Hay que darle Vigo, girar la manzana para que no se vea el gusano. Gonzalo García Pelayo lo sabe mejor que nadie y prometía muchos fracasos y grandes éxitos porque conocía la ciencia del mito y se fabricó el suyo después de propiciar otros, para luego inmolarse y rizar el rizo. Da igual. Luego está el «eso que te llevas» o «esa obra quedará». Nada, al final todos calvos. Aquí no se queda nada ni nadie. Solo el efímero disfrute motiva el acto que se agota en su propia ceniza a la que Francisco de Quevedo, en plan optimista, le daba sentido. Hay varias fórmulas químicas para el mito que se reducen en Au. Su brillo es autofágico y contagia como una podredumbre. Uno, que sigue las huellas del silencio para encontrar el talento, tiene sus manías, claro. El sol negro de Chúmez me ilumina con su estertor de cráneos. Bergamín es mi siglo de oro, Radu Jude y los Ulises son pepinos de mi intimidad. La huerta hay que regarla, pero si enciendes una vela se apaga. Cuando se conoce el mecanismo se valora mejor el riego por goteo y hay que estar atento para que no se obture, seque y pudra la cucurbitácea. Además, luego hay que regalarlos porque no vas a estar comiendo ensalada todos los días. Chiste, verso, peli y Molly: ese es mi orden. Y aquí, de tumbado, dándole a la chorrada. En esta «clausura» ya he hablado de la cosa. No es que me repita, «insisto» que decía Ramón Gaya. Le meto matiz para darme mito. Como contrapunto al mito están los huecos. Seres abisales, sumideros, materia oscura. Agujeros negros al estilo Trump, Amancio Ortega y Netanyahus así. Barrenas de poder y Margaret Astor. Terremotos de arcada, gentes que nunca besaron en el cuello. Regalan portaviones oncológicos y esponjas de oro. Derrochan brutalidad de escombrera y marmitas de risotada. Son quienes mueven el mundo. Tienen un ejército de fieles medianías, grisuras, un termitero de jueces, empresarios y burócratas dispuestos para la matanza. Militares, funcionarios y otros mitómanos agradecidos. Vientres satisfechos de tranquilidad, buenas personas como yo. Como un continuo proceso de Kafka, la vigilancia fija la imagen como un mito de seguridad. El mito necesita imagen, reducir el espectro de la mirada a estereotipo. Eliminar la palabra, desdibujar el concepto. Las palabras, si lo son, enseguida se enredan con su energía poética, con su vibración cuántica y sus cosas. A ver si los de Lobeliana nos publican las «Palabras mudas» de JonathanOtt y nos aclaran la cosa. Sí, las palabras fuera. A tomar por culo. Que se venda el libro, pero como imagen. Cortito, en redes sociales, en plan estantería. Por eso la mitología, viene de la estampita, del cuento de la abuela, del amigo de mi prima y así. El mito se da mejor en la música, en el cine y en el Thyssen Bornemisza. Son proyecciones que necesitan escenografía, watios y tanga, bótox y clickbytes. Engranajes de adolescencia y mucho espejo en una marabunta de cosmética insaciable. También se teje el mito con ganchillos lentos, pequeñitos pero firmes que decía el Robe. Cumplidores de la tragedia del carnero con tripa de lobo. Filos de Valium al asalto del Prozac. Ansiedades con derecho a roce y nucas de arenilla. Fotografías y recortes, olvidos selectos, y una foto con la reina que de pronto aparece en un fleco minucioso. El mito se trabaja con la imagen, sí. Ya sabemos que «una imagen vale más que mil palabras» si es de Baudelaire. De lo contrario la imagen solo cuesta. Valor y precio, Machado etcétera. El mito cuesta una imagen con su ósmosis de memory. El pobre Josele anda siempre de amiguetes, porque se le ha acabado el ganchillo. El cine está lleno de Joseles sin duende porque son pellizcos de charco y photocall. En la imagen solo hay caníbales azafatas en busca del Dutyfree con ansias de un viaje de carmín. El mito llega a todas partes. Da igual Tabletom, que La banda trapera del río. El drogas o el Krahe, El niño Miguel que o El niño de Elche. Algo he escrito ya sobre esta mierda por estas clausuras, creo. Al final todos quieren su parroquia y su altarcito en la Wikipedia que autoescribe algún poeta. Ay. Los hay más profesionales. Gente de oficio que tocan el mito y se van. Se hacen la fotografía para decir «yo estuve allí» con la sensatez del frustrado. Se paran a distinguir las voces de los ecos. Se paran y separan. Mercé viene a Mordor de la mano de Moriche todos los años. Eso les honra a los dos y de paso hacen su ganchillo, porque en el construir la cosa hay más cosas, claro. Está ese ejercicio del presente en el que ocurre la realidad, donde el efecto del afecto teje su viaje, donde la memoria despliega el conocimiento y nos enriquece con su poso de melancolía. Quizá la vigilancia sea esta, que no anide la nostalgia con su semilla metastásica. Tendemos al mito porque la realidad nos supera, porque sabemos que el talento no tiene mérito y el esfuerzo suele ser estéril. Al final, Miguel Hernández es su cárcel, Lorca su asesinato y Foster Wallace un suicidio. La valía innata es despreciable como cualquier torpeza. El mito, en su sincretismo, tiene un halo poético que hay que mirar. Si lo coges despacio se puede girar el destello. Si le arrancas la ilusión pueden llegar a ser calma. No sé. Yo es que estoy en el mito ciático del Tumbado y me la suda todo un poco, señora.
*Filosofía para no filósofos / Antonio Escohotado. - Madrid: Espasa, 2025. p. 25.


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